domingo, 1 de mayo de 2016

"LAS MAYAS", UNA FIESTA A RECUPERAR



Un recuerdo que solamente queda en los libros. Una fiesta que falta de nuestro costumbrismo y que convendría recuperar. Todavía existe en diferentes lugares de Castilla, de Cantabria, e incluso en algunas ciudades de Hispanoamérica. Creo que es el momento oportuno para recordarla en un intento de concienciar a los amigos del costumbrismo de un hecho que bien vale la pena. En Guadalajara debió de ser un acontecimiento anual importan, como ahora lo es una vez recuperado, en Colmenar Viejo (Madrid), de donde he tomado la fotografía. De lo que fue aquella fiesta en nuestra ciudad, aprovecho la pequeña crónica del año 1913, escrita por un visitante de excepción aquel día, el poeta mexicano Amado Nervo, a quien le sorprendió la “Fiesta de la Maya” en Guadalajara, y que él contó y escribió de esta manera:

            «Al salir de nuevo a la calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
            -¡Caballero, un cuarto para la Maya!
            Y me tienden minúsculas bandejas...
            Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo.
            Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen des­pués una merienda suculenta.
            Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros.
            Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adorna­das, inmóviles, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradi­ción -¡muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación.
            Paso el Henares, que corre cantando sobre su lecho rojo, y doy un adiós a mis olmos -¡ya digo mis!-, a mis monacales olmos, a mis olmos sosegados, apacibles, serenos y mansos como mi espíritu.» (De mi libro “Guadalajara en la Literatura”)

¿No habría que hacer algo por recuperar este acontecimiento festivo? Sacarlo del rescoldo donde todavía debe de estar con un hálito de vida. Con “Las Mayordomas” de Alcocer hicimos algo semejante y fue un éxito rotundo, la gente respondió como nadie hubiéramos podido sospechar. Estoy seguro de que valdría la pena.     

martes, 17 de marzo de 2015

NUESTROS RÍOS: EL MESA


Todo a punto para dar entrada a la primavera; buena cosa es, llegado este momento, abrir las puertas al campo. La provincia de Guadalajara, por sus personales características es tierra en la que predomina el campo a todo lo largo y ancho. Y con el campo los pueblos, con su escaso número de habitantes, su pasado, sus rincones y sus recuerdos. Abrimos las puertas de la provincia alejándonos de la capital, junto a uno de nuestros ríos con barruntos de leyenda. Nos vamos al Alto Señorío Molinés siguiendo el cauce de su río principal: el Mesa. Hay campo, hay pueblos, hay gente - poca, pero la hay-, y hay, sobre todo, el lustre de su pasado: las piedras heráldicas de las viejas casonas señoriales, los desmoronados lienzos de sus castillos… Una tierra, en fin, donde nunca falta algo importante que descubrir, siguiendo la dirección del agua.   

            Una amable lectora de nuestro periódico, a la que no tenía el gusto de conocer, me sirvió en bandeja, sin pretenderlo, el poder escribir con cierta periodicidad acerca de los ríos que en todas direcciones, y en cualquiera de sus cuatro comarcas, surcan nuestra provincia. En carta personal me pidió doña Nieves que le informase (y así lo hice) sobre algunas cuestiones elementales que me planteaba en relación con el Mesa, uno de nuestros ríos de escaso relieve que, desde que el mundo es mundo, o por lo menos desde que el hombre habita la tierra, va dejando al pasar por tierras molinesas unos valles irrepetibles, pueblecitos pintorescos cargados de historia y de costumbres ya idas, en mitad de un entorno natural que nadie debiera morirse sin haber andado por ellos alguna vez. Yo lo hice en distintas ocasiones, y su estampa jamás ha escapado de mi memoria.
            No sé si alguien podría asegurar con certeza si aquí o allá, si es éste o es aquél, cuál de los pequeños manaderos que brotan en el vallejo de los huertos de Selas, debe considerarse en realidad como el nacimiento del río Mesa. Nadie podría asegurarlo; pero nace allí, teniendo por cuna, como casi siempre ocurre, unas piedras y unos hierbajos de humedal.
            Por la plana praderilla viaja el pequeño arroyo. Tiene las puestas del sol como destino inmediato. Corre lentamente con dirección a la pequeña villa de Anquela, la del Ducado. Sobre las casas blancas de Anquela, el pueblo en escalera, se solaza en la media mañana la iglesia de San Martín, y también desde lo alto, ahora mirando al norte y noreste, se deja ver en la caída un nuevo valle: el principio del Valle del Mesa propiamente dicho, por cuyo fondo escapa el joven arroyo después de haberse vuelto sobre sí, después de haber dado un giro violento al otro lado del pueblo porque así lo quieren los cánones de la ley física, de la ley que siempre se cumple porque no anda el hombre por medio, y así, sumiso y obediente, el arroyo continúa su viaje, digamos que en dirección opuesta, hacia Turmiel, recogiendo a menudo sobre su delicado lecho el sudor de las laderas por los suaves canalillos que de un lado y otro vienen hacia él.
            Turmiel al instante. El pueblo cae a mano izquierda, a muy escasa distancia del río. La carretera corta al pueblo por mitad a todo lo largo. En Turmiel vive de continuo muy poca gente, quince o veinte personas a lo sumo. Las torretas de los palomares, que antes fueron torres vigías, muestran sobre lo alto las piedras del abandono. El río se aparta del pueblo y de la carretera para jamás volverse a encontrar, prefiere seguir su camino a campo través. De allí en adelante parece no querer nada de hombres ni de pueblos. No volverá a encontrarse con carretera alguna hasta las inmediaciones de Mochales, donde se deja ver vitalizando un valle fecundo desde las primeras curvas del camino que baja desde Amayas. Según la época del año, la vega presenta por allí un aspecto diferente: blanco en primavera cuando los frutales están en flor, verde y carmín de hojas y cerezas cuando entra el verano, tristón y hasta un poco romántico en otoño, gélido y silencioso en invierno, pero siempre hermoso, provocador, exuberante o escuálido, qué más da; el milagro del agua que pasa se cumple en él escrupulosamente a lo largo de los días y de las estaciones.


            Mochales, medio escondido por los cerros y la vegetación de su propia vega, es la patria chica de la beata María Teresa del Niño Jesús y del alcalde Antonio Alba, muertos de manera violeta los dos: la primera por defender su fe como religiosa del convento carmelita de Guadalajara un 24 de julio de 1936; y el segundo por defender a su pueblo y a su patria contra la francesada en aquella guerra sin cuartel de 1808; para mayor humillación, murió ahorcado públicamente delante sus paisanos; la plaza del lugar, como no podía ser menos, lleva su nombre.
            El río Mesa, al que ya va mereciendo se le trate de usted cuando pasa por Mochales, brama y salta al pasar regando huertos, abriendo zanjas entre las peñas, distinguiendo y hermoseando un paisaje por pocos conocido.
            Hace años me pidieron para la radio —perdona amigo lector que entre en los pasillos de lo personal— que escribiera un guión sobre alguna comarca poco conocida de nuestro país. Elegí el Valle del Mesa para trabajar con él, y he de decir que gocé hasta lo indecible cumpliendo el encargo; pues no es nada frecuente el encontrarse con unas tierras vírgenes tan cargadas de encantos paisajísticos y con tanto interés humano por mucho que se busquen.
            Desde Mochales a Villel, la diferencia en altura de las plazas de ambos pueblos va más allá de los cincuenta metros, en tanto que la distancia que los separa apenas sobrepasa los tres kilómetros; ello quiere decir que serán muy pocos los remansos del cauce, que el agua corre en función de entrenamiento para saltar en cascada, como veremos después.

            La carretera sigue paralela al río camino de Villel, cruzándose de un lado al otro alguna vez antes de llegar al pueblo. Villel de Mesa se ofrece ante los ojos del espectador descolgado en la solana de un cerro albo que baja a refrescar sus pies en la ribera. Al otro lado del río Pequeño, frente a los jardines de la plaza, hay viejas heredades de hortaliza con las que los campesinos del lugar llenaron cada verano sus despensas. Ahora también, pero no tanto, La falta de manos jóvenes se echa de menos en estos recónditos paraísos que no hace tanto tiempo triplicaron su población sin que jamás faltase el alimento para todos. El río Pequeño vitaliza las huertas más próximas al pueblo. El río Pequeño nace allí mismo, debajo de una roca que los lugareños conocen como la Fuente de la Toba. Paralelo a él, y muy juntos los dos, baja el río Cavero, que es en realidad el río Mesa, pero con otro nombre a su paso por Villel. Se unen los dos poco más adelante. Las ruinas del castillo sobre unas peñas dominan el paisaje río abajo. El pueblo, con su plaza ajardinada y su histórica fortaleza que en mala hora arruinó el rayo el día de San Bartolomé de un año ya lejano, va quedando atrás, mostrando al caminante que se aleja la elegancia de sus viviendas más antiguas y los arcos de la iglesia allá en lo alto. Como fondo, el cerro de las Casas y el llano de la Cueva, bajo un cielo que tiñe de azul en las primeras charcas el agua del río, el Mesa adulto ya que adivina, no lejos de allí, las chorreras de Algar sobre las que ya se asoma.
            Algar de Mesa figura en los archivos de mi memoria como uno de los pueblos más bellos de toda la tierra molinesa. Imagínense al pequeño caserío, a manera de anfiteatro, colgado en escalón sobre la profunda vega o barranquera en la que ruge el agua  al despeñarse, de una en una, en las cascadas que dibuja el cauce del río al pasar. A veces, los ancianos del pueblo, cuando la ley lo permite, bajan hasta las praderillas que hay al lado del río y tiran el anzuelo de sus cañas en la espuma corriente que se forma al pie de las chorreras. Las truchas pican alguna vez y los pescadores se dan por bien pagados. El pueblo, Algar, acostumbrado al continuo soniquete de las aguas, se alza sobre la orilla izquierda, con la torre parroquial de su iglesia de Santo Domingo por enseña y las casas de los vecinos a un lado y a otro. Aguas abajo, siempre a la vera del río, la ermita patronal de la Virgen de los Albares, solitaria y silenciosa, con algún ramito de flores secas atado al ventanillo, marca el punto final de nuestro recorrido en este día, porque la provincia de Guadalajara acaba allí y preferimos ser respetuosos con lo que no es nuestro.
            El Mesa, que no entiende de límites ni de fronteras, sigue abriéndose camino por tierras de Aragón creando paisajes nuevos: Calmarza, Jaraba, el embalse de la Tranquera donde se une al Piedra (otro de nuestros ríos, al menos en su origen) en un cauce común, para concluir entregando sus aguas y su nombre al Jalón muy cerca de la villa de Ateca.


martes, 10 de febrero de 2015

EVOCANDO LA VILLA DE HORCHE

    
            No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los plie­gues de la Historia, en la singular condición de sus morado­res, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.
            Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme peña al desnudo que invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."
            La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Patrona, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber: el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.
            Desde la bajada de la calle de San Roque, por una calle­juela estrecha en flanqueada de bodegas subte­rrá­neas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros de moderna estampa, luminosa y bien ventila­da, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña, dos de nuestros ríos, alcarreños donde los haya.


            A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos entre los ba­rrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos, quedó a perpetuidad el nombre del barrio, y tal vez un remoto no sé qué en el carácter de sus pobladores, de los de siempre, de los que nacieron y vivieron allí.
            La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados sobre un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevale­ce la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alca­rria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja. La Plaza Mayor de Horche goza de un carácter muy personal, su fuente en mitad, frente a la balconada del ayuntamiento, ha experimentado durante los últimos años algunos ligeros cambios, pero siempre la misma y en el mismo lugar..
            Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Igle­sia, y sus paralelas, escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sentir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejer­ció su ministerio pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemen­te ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, qui­zás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam de misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carác­ter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo  que después se pondría en moda.


            Pese a lo harto conocido que fue el origen de la villa, o tal vez por ello, los horchanos no se dan por conformes si no se pone en singular estima lo que es suyo y solamente suyo, a saber: el antiguo lavadero y la fuente vieja de los cuatro caños con su pilón anexo; sus bodegas subterráneas, algunas con varios siglos de existencia, que durante los últimos años han ido tomando una importante notoriedad; la grandeza de su pasado, anterior a la reconquista; los tonos festivos de sus rondas de guitarras, laudes y panderetas, y la calidad insuperable del pan de sus hornos. Con el tiempo -de hecho ya cuenta entre sus actuales méritos- habrá que añadir la gran importancia de su factoría artesanal de escultura religiosa, magníficamente trabajada, que ha llegado a conquistar mercados más allá de nuestras fronteras nacionales, lo que no es poco decir; y, sin duda, la importancia y nombradía de sus fiestas locales con el empeño de los horchanos por que no decaigan, sino porque vayan a más.
            Desde un improvisado mirador, caminando por sus calles, contemplo con admiración el panorama que ponen delante de los ojos en la media distancia los nuevos barrios, el movimiento y vitalidad de un pueblo que ha hecho frente a los nuevos tiempos no sólo con acierto y sabiduría, sino incluso hasta con cierta elegancia.    
            La tarde se nos va. El sol se ha tiñendo de un rojo sanguino a medida que cae sobre el horizonte, al otro lado de los llanos que ocultan a la capital por el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria de un intenso color azul. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispo­ne a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.           



lunes, 13 de octubre de 2014

CANTALOJAS, FERIA DE GANADO 2014



Entre un largo millar de libros y revistas, de originales propios y de escritos inéditos que me gusta conservar, no sin un cierto desorden, en mi casa de Cantalojas, he encontrado un folleto editado por la Diputación Provincial en el año 1997, con motivo del cincuenta aniversario de la Feria de Ganado. En él aparece la reproducción íntegra de un artículo que quince años antes publiqué en la extinta revista de la Diputación, al que titulaba “Cantalojas, pueblo serrano a la cabeza de la ganadería vacuna”. Fue en el año 1985 cuando escribí aquel largo trabajo, muy al día y muy interesante en aquel momento, pero que como fuente de información hoy resultaría anticuado. Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Transcurrieron treinta años, que a la velocidad de vértigo a la que corre la vida, también en el medio rural, la realidad de hoy no se corresponde en nada con la situación de entonces. En el referido artículo se habla de la ganadería vacuna local de raza avileña, aquellas vacas sufridas, nacidas para el trabajo y para la cría; reses destinadas a la labranza, al acarreo, a los duros quehaceres de la recolección de hierbas y de mieses, nobles ejemplares todo uso que, además, premiaban a su dueño con un ternero, o ternera, cada año.
            Tan difícil como encontrar un trébol de cuatro hojas, es encontrar entre los varios centenares de la especie, una vaca con aquel intenso pelo negro, con aquella constitución y con aquel semblante. Pues a la vista de que la agricultura iba desapareciendo como medio para hacer frente a la vida, las pequeñas parcelas del labrantío se iban quedando sin cultivar hasta su abandono definitivo. Las vacas, hijas de aquellas otras, empezaron a desempeñar distinto papel, dejaron de ser animales de trabajo para convertirse en producto de carnicería, en estrellas de restaurante, a lo que contribuyó poderosamente la selección de sementales, el cambio por otros más apropiados de distinta raza y color, a través de los cuales la ganadería serrana ha llegado a experimentar un cambio radical a lo largo, no más, de media docena de generaciones.

            La semana pasada ha tenido lugar en Cantalojas su Feria de Ganado. Digamos que el tiempo no acompañó del todo. Más que una feria de compraventa de reses, como antes lo fue, a la que asistían compradores y tratantes de varias provincias de España, la feria se ha convertido más bien en un acontecimiento festivo, multitudinario, que se dedica principalmente a la exposición de ejemplares en las praderas de la Dehesilla, y a la recepción de premios patrocinados por la Diputación para los ganaderos que han presentado lo mejor de su cabaña, a lo que siguen diversos números festivos, sin que pueda faltar el clásico mercadillo popular, donde se ofrece a los feriantes en los distintos puestos productos de artesanía, de repostería comarcal, o manufacturas difíciles de encontrar en otros tipos de mercados.
            Uno, que conoce y ha vivido la comarca desde hace más de medio siglo, tiene muy clara la idea de que el futuro de estas tierras, límite entre las dos Castillas, está en la ganadería y un poco también en el turismo minoritario, si se les sabe orientar de modo conveniente. Ejemplos los hay en la correcta explotación del ganado; pues por fortuna, en ciertos lugares la ganadería está consiguiendo levantar cabeza, en tanto que los trabajos del campo -obligada actividad de otros tiempos- ha terminado por desaparecer, prácticamente en toda la comarca. La nueva orientación de los ganaderos (no simples pastores), las ayudas de las administraciones públicas, los modernos medios de los que se dispone, y el recto estudio de las posibilidades de cada lugar, pueden realizar lo hasta ahora aparentemente irrealizable, y convertirse como consecuencia  en el freno definitivo de la despoblación, en una comarca privilegiada, capaz de dar mucho más de lo que da.
            Aprovechando mi estancia en Cantalojas durante las pasadas Fiestas y Feria de Ganado, he tenido ocasión de ponerme en contacto con uno de los varios ganaderos que han apostado por tomarse en serio su trabajo y hacer las cosas bien: Antonio Arenas Bris, uno de los tres hermanos (Juan y Julián son los otros dos), los cuales, trabajando en empresa común, me atrevería a decir, sin miedo a equivocarme, que son los ganaderos más importantes de toda la Sierra Norte, y las reses que producen, tanto de vacuno como de ovino -a la par de toda la cabaña de la comarca-, las de más excelente calidad al decir de los carniceros que, por razones de oficio, no dudo que se trata de las voces más autorizadas.

            - Y eso ¿Por qué es? – responde Antonio.
            - Eso es por el alimento que se les da, por la calidad del pasto que se produce en la sierra, y por los piensos con los que les ayudamos durante todo el año. La sanidad del ambiente también tiene algo que ver.
            - ¿Cuántas reses de cada especie se crían hoy en Cantalojas?
            - Pues, cincuenta arriba, cincuenta abajo, hay unas mil vacas y unas tres mil ovejas, más o menos.
            - ¿Cuanto tiempo pasan las vacas en el pueblo y cuanto en el campo?
            - Las vacas hace ya muchos años que están siempre en el campo. 
            - Todos los sectores de producción suelen tener algún problema ¿Cuál es el de los ganaderos en esta sierra?
            - Los lobos; ese es nuestro principal problema. Nosotros tenemos veinte mastines y no nos podemos quejar, pero no estamos libres. En Galve, aquí a un paso, se han hecho famosos por desgracia los repetidos ataques de lobos, con decenas y decenas de reses muertas, tanto de ovejas como de terneros.
            - Los damnificados tendrán alguna compensación, pequeña o grande, supongo.
            - Nada; no les dan nada. Si tenemos hecho algún seguro, sí que hay compensación por parte del seguro. Un seguro que lo pagamos nosotros, claro.
            - ¿Sois muchos ganaderos en Cantalojas?
            - Sí; aún somos unos cuantos. Con mayor o menor número de cabezas de ganado, somos unos diez.
            - Escasamente a un kilómetro del pueblo tenéis un complejo ganadero con unas naves inmensas para el ovino que son una verdadera envidia. Para hacerlo sí que habréis recibido alguna importante ayuda oficial ¿No es así?
            - Sí; en las naves sí que nos han echado una mano la Junta de Comunidades y otros estamentos oficiales, como el Fondo Europeo, por ejemplo.
            - El hecho de que la Feria de Ganado se celebre cada año en Cantalojas ¿Os favorece en algo?
            - Bueno, económicamente no creo que sea en mucho, refiriéndome a los ganaderos. Al pueblo sí le favorece. Nos da a conocer, y eso siempre nos beneficia.
            Dejamos a Antonio, con su sombrero calado como en él es costumbre, metido en sus quehaceres en plena feria, y nos dedicamos a observar -cuando la lluvia nos lo permite- el resto de las actividades y atracciones que componen el programa festivo, que son muchas y muy variadas, en una feria que en su nuevo formato y contenido (ya existía desde muchos años antes) ha cumplido su edición número treinta.  Lástima que el tiempo atmosférico no haya querido colaborar. 

(En las fotos: Centenares de vacas pastando en las praderas de la Dehesilla; nave-retablo de los hermanos Arenas; danzantes de Condemios de Arriba bailando frente al ayuntamiento)

martes, 7 de octubre de 2014

LA LEYENDA DE "LA CARA DE DIOS"


Hace pocas fechas, en los últimos días de agosto, la villa de Sacedón celebró una de las efemérides que con más fuerza se han marcado en la conciencia colectiva de sus moradores a lo largo de los tres últimos siglos, y de la cual, del hecho que le sirvió de motivo, ha venido convirtiendo con el paso del tiempo en una constante para la devoción y para la vida de tantas genera­ciones de hijos de esta importante villa alcarreña. Me refiero a la aparición en circunstancias extraordinarias de la Cara de Dios, perdida para siempre en su santuario a impactos de balas durante la última guerra civil.
            Por aquellos tiempos, años finales del siglo XVII, era Sacedón un pueblo ribereño de escaso vecindario, mayorazgo de la casa del Infantado y diócesis de Cuenca por cuanto a lo religioso, que, ni remotamente, podía pensar en la tragedia que unos cuantos años más tarde se volcaría sobre él, cuando las tropas del Archiduque en la inminente Guerra de Sucesión arrasaran con todo. A su condición de ribereño, el pueblo debió unir algunas más que con el tiempo  le servirían de reclamo, incluso para la Familia Real: Sacedón de los Baños, villa tranquila y romántica a la sombra de la soberbia vegetación con que en cada verano le premiaba por sus orillas el padre Tajo. Pues bien, precisamente en el verano de 1689, cuando por razones ya apuntadas su número de habitantes debería rayar al completo, acaeció un hecho con no pocos ribetes de sobrenatural que alteró por unos días la calma de la villa y de sus alrededores, transcendiendo siglos después, como podemos ver, a través del tiempo.

        
   La leyenda, o la historia -cada cuál juzgue- de la Cara de Dios, me la contó hace tiempo una mujer anciana que no era natural de la villa, pero que había vivido durante muchos años en Sacedón y la había oído contar miles de veces. La buena señora añadía a su peculiar manera de contar las cosas, el ingrediente de la buena fe, de manera que la historia, real en el fondo y quizás imaginaria en las formas, me ha servido de tema para pensar en ella muchas veces. Lugar: el antiguo Hospitalillo de Nuestra Señora de Gracia de Sacedón; tiempo: la media tarde bien pasada del 29 de agosto de 1689; protagonista: un blasfemo de origen catalán, seductor de mujeres, llamado Juan de Dios.
            -¡Que no puede ser, miserables del demonio. Esa mujer estaba entre vosotros hace un instante y no puede haberse escapado de aquí!
            Aunque al irritado Juan de Dios se le escapaban al hablar espumarajos de ira por la boca, impotente ante la súbita desaparición de la muchacha, era cierto que Inés había huido del hospicio a refugiarse en la casa de una familia de vecinos con los que le unía cierta amistad. Llevaba la muchacha unos días atemorizada por el trato cruel al que la venía sometiendo a diario su poseedor, sin ver otra luz que la de poder separarse de él para siempre, aun a riesgo de su vida, en el primero momento que tuviera ocasión.
            Estaba comenzando a oscurecer. Ante el rostro desencajado y los bramidos del mancebo, que con insistencia amenazaba con el cuchillo a los hospicianos después de haber perdido el dominio de sí, los mendigos temblaron de miedo. No era aquel el benéfico lugar de la Alcarria donde tantas veces habían recibido un bocado de pan y habían encontrado un refugio seguro donde pasar la noche, el hogar común de la calma y de la caridad, como conse­cuencia de la condición mezquina y de los celos de aquel desalmado.
            -¡Os aseguro -gritaba- que si alguno de vosotros sabe dónde está, o quién se la ha llevado, y no me lo dice, lo va a pagar muy caro!
            Por su cabeza ruin de hombre vencido y de animal salvaje, Juan de Dios hizo desfilar un tropel de posibilidades que pudieran llevarle al porqué de la desaparición de la muchacha. Al final le turbarían los celos. Pensó que otro refugiado, ausente del Hospitalillo desde primeras horas de la mañana, se la hubiese podido arrebatar valiéndose de engaños. Su estado de desesperación era cada vez más grande. En un momento de su desdicha alzó la hoja del cuchillo y, al tiempo que vomitaba una horrible blasfemia, lo lanzó con toda su fuerza sobre la pared, donde quedó clavado, balanceándose a merced del duro temple del acero.
            -¡Voto a la Cara de Dios que si los cogiese aquí los mataría!
            El yeso que cubría la pared se descascarilló con la fuerza del impacto. En seguida llegó la noche. Cuentan que a la mañana siguiente, sabedores de lo ocurrido, algunos vecinos acudieron al salón del Hospitalillo donde se produjo la escena, y donde aún permanecía la hoja del cuchillo clavada en la pared. Al intentar arrancarlo, se desprendió un trozo más de la placa de yeso que tapaba el muro, de manera tal que por debajo se podían ver con sorpresa los rasgos de una cara pintada. Siguieron haciendo un poco mayor el agujero hasta descubrir por completo la imagen y con ella la identidad de aquel rostro fácilmente reconocible. Se trataba de la Cara de Cristo, muy similar a la que quedó prendida sobre el paño de la Verónica en la mañana del primer Viernes Santo, pero ésta con el corte producido por la puñalada a la altura de la sien derecha.

            La noticia cundió por la comarca como reguero de pólvora. Muy pronto se inició en el obispado de Cuenca el trámite oportuno para poner en marcha su correspondiente proceso canónico a nivel diocesano, con las declaraciones y las firmas del señor alcalde de la villa, del cura párroco y de algunos albañiles y vecinos dignos de todo crédito, que dieron fe de lo acontecido. El resultado inmediato fue la autorización episcopal para dar culto público a la imagen del Hospitalillo de Sacedón, así como una indulgencia plenaria en el día de su festividad, otorgada por el Papa Clemente XI, extensiva al día del ingreso en la correspon­diente hermandad y al de la muerte de los cofrades.
            Tres capillas distintas acogieron la venerada imagen desde su aparición en 1689 hasta su destrucción en 1936. La última fue la actual ermita que llaman de la Cara de Dios en el centro del pueblo. Tiene esta ermita un bonito campanario de sillería y portada de corte neoclásico. El presbiterio y la cúpula se adornan al gusto rococó. A esta última y definitiva estancia se trasladó el sagrado lienzo muy solemnemente el día 12 de noviembre de 1748. Se dice que asistieron al acto -el más memorable seguramente de toda la historia de Sacedón- once Hermandades y mil quinientas antorchas encendidas. Al día siguiente se lidiaron ocho toros para celebrar la inauguración del nuevo santuario, que, por fortuna para la villa, todavía existe, siendo uno de los motivos de mayor interés que tienen entre sus monumentos.

            Los habitantes de toda aquella comarca atribuyen infinidad de hechos extraordinarios a la intervención de la Santa Faz. Por nuestra parte, apenas nos resta levantar acta en la que se haga constar que, más de tres siglos después de todo aquello, la aparición de la Cara de Dios en el antiguo Hospitalillo de Sacedón es una más de las hermosas páginas que hay que recoger, y así se hace, en la general historia de las tierras de Guadalajara para general y perpetuo conocimiento.

sábado, 13 de septiembre de 2014

PAISAJES DE AGUA DULCE



 Días atrás, intentando buscar alivio a los calores con los que nos ha sorprendido el mes de septiembre, me entretuve en revisar durante un buen rato mi archi­vo de fotografías sacadas a campo abierto. Fotogra­fías de paisajes todas ellas, en las que el agua -y a veces también los caminos y las rocas- toman papel de protagonis­tas. No han sido muchas, sólo un par de docenas o tres a lo sumo las que he podido apartar, con el inútil propósito de que pudiesen servir de antídoto visual contra los rigores tardoveraniegos de esta tierra, donde a veces, cuando llegan estas fechas, las temperaturas se disparan y los cuerpos se hunden en una especie de aplana­miento del que es imposible escapar por medios ordinarios.
            Con la memoria como único recur­so, y en preocupante temporada de escasez de lluvias, uno ha viajado por los limpios caminos de la imaginación hasta el norte de la provincia, hasta los húmedos vallejuelos de la sierra del Ocejón por donde se retuer­cen los arroyos al caer serpenteando por entre las peñas; por los pueblos raya­nos de Sierra de Pela, donde todavía las fuentes corren abundantes derra­mando en los sombríos pilones de los abrevaderos sus dos, cuatro o seis chorros de un agua fresquísi­ma de la que nadie se aprovecha. Quien se deci­da a subir hasta Valverde, tendrá a poco más de media hora de camino desde las últimas casas, y por sendero bien marcados por los pies de los veraneantes y de los turistas que andan por aquel lugar a lo largo del año, la famosa chorrera de Despeña­la­gua. Allí el arroyo se desliza en cascada rugidora por la superficie lisa de las rocas, desde una altura nunca inferior a los treinta o cuaren­ta metros, para formar a la caída una nubecilla flotante en torno a la to­rrontera que humedece la piel y cala los huesos.

            En la Alcarria, a la sombra de los árboles, en la fresca alameda donde desagua de un modo violento el río Cifuentes, se refrescan con vasos de limón y cañas de cerveza los veraneantes de Trillo. La chorrera del Cifuentes alerta los días y adormece las noches en un rumor continuo que durante las horas de silencio se deja oír por todos los rincones. A cuatro pasos el Tajo desliza manso el acopio de aguas que consiguió reunir por las sierras de Poveda, de Buenafuente y de Huerta­pelayo. Las chimeneas de la central nuclear restallan en luminarias frías e inter­mitentes sobre el altiplano que se esconde al otro lado de las bodegas. El humo de las chimeneas de la central nuclear es un humo denso, un humo industrial de color blanquecino que los ecologistas acusan de mortífero, de devastador, o por lo menos de dañi­no para la vida del hombre. La chorre­ra del Cifuentes, rumorosa, no cesa mientras tanto en su sonora cantinela. Los gorriones se esconden y vuelven a salir por entre los líquenes, a riesgo de sucumbir arrollados por la furia de la catarata. Cuando alguien se acerca por allí con los brazos desnudos, la humedad y la sombra espesa del barran­co le ponen el vello de punta y las carnes de gallina.
            En tierras del Alto Señorío, las chorreras que el río Mesa dibu­ja a su paso por Algar, acallan su estruendo en tiempos de heladas y comienzan a bramar cuando entra la primavera. En Algar se han acostumbrado, lo mismo que en Trillo, al murmullo constante de la chorrera, y pienso que si algún día les llegase a faltar, es muy posible que los más viejos no se acostumbrarían a vivir allí, les faltaría el eterno soniquete de las aguas del río para conciliar el sueño. El Mesa saltarín que se deshace en charreteras blancas por los bajos de Algar, convierte al puebleci­to molinés en un pequeño paraíso, desco­nocido para casi todos y hermoso y acogedor tan sólo como él. Cuando apunta el verano, los ancianos de Algar bajan a la trucha y las mozuelas quinceañeras, que a Dios gracias jamás llegaron a faltar por aquellos lindos pueblecitos del, se entretienen en buscar fresas por los verdes bancali­llos del barranco.


            Otro rincón en campos de Molina, donde el agua y las rocas lo son todo, es el Puente de San Pedro, un clásico como el Hundido de Armallones o el Barranco de la Hoz, de la paisajística provin­cial, en donde la madre Naturaleza se ensaya en pintar cada mañana, a la salida del sol, uno de los cuadros más impresionantes que cualquiera pueda imaginar. Son sus admiradores perpe­tuos los pinos equilibristas que sur­gen por entre las rendijas de las peñas, ofreciendo a la soberbia estampa de todo aquel conjunto la gracia infinita de su inocencia, aguantando el soplo de los cuatro vientos y la cellisca de todos los inviernos como heraldos de la mismísima Creación.
            Pero estamos a campo abierto esperando el instante del anochecer en un paraje escondido de la Trasierra. Las aguas del Lillas y del río de la Hoz se juntan poco más arriba. La corriente viene impetuosa llenándolo todo, jugando entre las piedras de pizarra por donde la gente dice que los lobos bajaban a beber. Los altos de Somosierra se levantan como a dos leguas de distancia al noroeste de estos prados que se extienden a la vera del río. Miro el paisaje a contraluz. Con el sol ya escondido, el agua ofrece al correr un brillo acristalado, un brillo encendido de azogue o de papel de plata como el de los ríos en los belenes de Navidad. Allá arriba, se alcanza a ver entre dos luces el caserón de piedra que hace unos veinte años mandaron construir las instituciones para los acampados, y los amigos del desorden han dejado ya en estado de ruina. Algún pescador recoge bártulos antes de que anochezca. El pescador regresa al coche de vacío; dice que así no puede ser, que entre los bañistas y los curiosos no dejan la pesca en paz y que prefiere volver al día siguiente de buena mañana.

            Por el cielo habrán comenzado a salir las primeras estrellas. De un momento a otro asomará su rostro brillante la luna llena sobre las copas del pinar y sobre las cimas grises de las montañas. El espectáculo, ya con la noche sobre los hombros, es conmovedor, una bendición de la Naturale­za, una ocasión única para recordar en tardes calurosas del estío, como en la de hoy, sentado junto a la mesa de mi escrito­rio, uno prefiere soñar despierto con tantos lugares que sus ojos vieron y que en este momento añora casi desesperadamente; aunque confía, no obstante, en volverlos a ver, y lo que es mejor, a sentir de nuevo dentro de poco, lo que no deja de ser un consuelo. 

(En las fotos: Puente del río Lillas  en periodo de deshielo (Cantalojas). La impresionante chorrera del río Cifuentes en Trillo. El Tajo por el Puente de San Pedro)

jueves, 31 de julio de 2014

VILLACADIMA EN TIEMPO REAL


            Sobre estas fechas publiqué el año pasado una nota a vuelapluma con el título de “Villacadima, un corazón que late”. En ella daba cuenta de la enorme satisfacción que me produjo el haber asistido a misa en su bellísima iglesia, una tarde de vacaciones después de su restauración. Se hicieron presentes en la ceremonia una veintena de fieles, casi todos los habitantes del pueblo en aquel momento. Una experiencia que a menudo, siempre en verano, se repite alguna vez. Villacadima, amigo lector, es un pueblo pequeño, situado al noroeste de Guadalajara, en los rayanos con las provincias de Soria y de Segovia. En lo administrativo está incorporado al ayuntamiento de Cantalojas. Hace treinta años, o quizá más, Villacadema se quedó vacío. La joya arquitectónica de su iglesia del siglo XII, convierte a Villacadima en estampa obligada de cualquier tratado sobre el arte Románico Español que se precie de serlo.
            Como en todos estos pequeños municipios del entorno de Cantalojas, donde suelo pasar algunas semanas cada verano, Villacadima cuenta desde muy antiguo como uno de mis lugares predilectos. Todos los años, por una u otra razón, y aun sin haberla, suelo darme una vuelta por Villacadima. En la presente temporada no podía ser menos, después de haber tenido el gusto de conocer a uno de sus hijos, nativo de condición, Leoncio Martín Hergueta, que tuvo que abandonar el pueblo cuando vio que se quedaba solo, y ahora, después de haber vivido en Getafe durante cerca de cuarenta años, tras el fallecimiento todavía reciente de su esposa, ha decidido pasar el resto de sus días en la Residencia para la Tercera Edad de Cantalojas, donde sospecho que se encontrará a gusto, a cuatro pasos del lugar de toda su vida, al que prometí llevar conmigo un día hasta su pueblo, para que me sirviese de guía. Compromiso que se cumple hoy, coincidiendo con una de las jornadas más calurosas de este mes de julio tan irregular, pero que por estas latitudes serranas, a más de 1.340 metros de altura sobre el nivel del mar, resulta de una placidez  inusitada.

            Hemos dejado atrás el castillo de los Estúñigas sobre el cerro de Galve. Un águila culebrera se balancea sobre la rama de un arbusto a nuestro paso. Centenares de vacas pastan en la pradera. Minutos después aparecerá Villacadima, como extendido al volver de una curva. El pueblo aparece escoltado, desde la colina que lo resguarda de los aires del norte, por una cadena de generadores de energía eléctrica que giran lentamente, acompasadamente, a impulsos de la brisa que baja desde el Pico de Grado.  
            Sólo unos minutos ha durado el viaje. Estamos en Villacadima. Dejado el coche en la plaza, el señor Leoncio, que para algo fue el último alcalde del lugar, me invita a sentir una vez más el deleite de la portada de la iglesia, enseña de la villa y dignísimo punto final de la conocida Ruta del Románico Rural, que se inicia con las iglesias de Atienza y concluye precisamente aquí, ante esta bella portada, frente a la reja que asegura el acceso, y que mi guía está intentando abrir para que la veamos por dentro. Después de la restauración a la que fue sometida a fondo hace dos o tres décadas, esta iglesia, al menos para mí que la conozco desde hace algo más de medio siglo, supone, siempre que la veo, un verdadero gozo tanto para los ojos como para el corazón.
            Hemos subido después a ver la doble fuente de la que el pueblo se sirvió durante casi dos siglos antes del despoblamiento. Aparecen seguidas la una de la otra, formando un solo conjunto. En la piedra se dice que la de arriba se construyó en el año 1847, y la de abajo en el año 1916. El agua que durante ese largo periodo de tiempo cubrió las necesidades del vecindario, procede de dos manantiales distintos. Al lado de las fuentes está lo que todavía queda del antiguo lavadero. Justo es decir que durante los últimos años, estas fuentes han ido perdiendo parte de aquel vigor y de aquella prestancia que tuvieron antes.
            Pese a encontrarse a seis o siete kilómetros de distancia nada más de sus vecinos Galve y Cantalojas, Villacadima fue un pueblo de agricultores y quizás también de buenos hortelanos, mientras que en los otros predominó siempre la ganadería como medio principal de trabajo y de subsistencia. Aquí se labraron los campos, como en casi todos los pueblos de Castilla, con yuntas de mulas como animales de tiro, en tanto que en Cantalojas y Galve fueron las vacas las que emplearon para tan duro servicio. En Villacadima se producían, hasta con cierta abundancia y calidad,  toda clase de cereales; de ahí que me recuerde Leoncio aquellos viajes clandestinos, cuando él era muchacho, a vender carros y camionetas de trigo hasta la no lejana Atienza.
            -El trigo de aquí –me dice-, lo pagaban a mejor precio que el de otros sitios.
            Máximo Monje y su familia son algunos de los pobladores de temporada en Villacadima. De su desaparición total, hace no mucho, a hoy, son nueve las casas abiertas en el pueblo durante el verano. Máximo se ha construido una casa nueva, perfecta, con un cercado de césped anejo que es una delicia. Máximo nos ha invitado a tomar un refresco en el patio de su casa y, aunque en el rato de conversación no ha surgido como tema, sabemos que durante su vida activa ha sido oficial del Ejército y que se ha jubilado con el grado de comandante. Nos hemos despedido de él con la promesa de volvernos a ver, tal vez dentro de este mismo verano.

            Seguimos después recorriendo el pueblo, visitando en sus casas respectivas a  Feli y a Elena, cuñada y sobrina de Leoncio. Un corto paseo por el que me doy cuenta que Villacadima tiene arregladas algunas de sus calles, además de luz eléctrica y agua corriente en las viviendas; de que las casas de nueva construcción, las antiguas y unas cuantas en estado de ruina, comparten espacio codo con codo en las calles del pueblo, predominando lo nuevo. De un año a otro se ve cómo el pueblo va tomando nueva vida, renaciendo de sus cenizas como el mitológico Ave Fénix, valioso detalle que hay que agradecer a los que se fueron, y a los hijos de los que se fueron, comprometidos en que su lugar de origen no desaparezca; un empeño que están acabando por conseguir.
            Hemos bajado hasta la pequeña ermita anexa al cementerio. Está cerrada. En el cementerio destacan unas cuantas cruces y algunas lápidas mortuorias, posiblemente de los últimos enterrados allí. Los campos más cercanos al pueblo están sin cultivar. La gente se pregunta si se iniciara y se llevase a término la Concentración Parcelaria, tal vez el pueblo volvería a recobrar sus viejos brios. No sé; pero sospecho que los pros, favorables a ese deseo, serían escasos, y abundantes los contras. Han cambiado las formas de vivir. En realidad, lo que nunca podrán fallar, en lugares como éste de la vieja Castilla, son las delicias de sus veranos, las claras mañanas de celofán y los atardeceres deliciosos y transparentes, al amparo del puro aire de la sierra, y la paz, la mucha paz que es su mejor oferta-

            Dejamos Villacadima cuando una bandada de rapaces se queda dibujando círculos en el azul del cielo, sobre estos campos y sobre estos pueblos, donde se dan las mayores alturas de todo la provincia.