miércoles, 1 de septiembre de 2010

PUEBLA DE VALLES, UNA ALMAZARA EN EL SALÓN



Debió de ser por estas mismas fechas del año ochenta y tres, cuando conocí este pueblo. La pompa de los jarales en flor por llanos y laderas, las tierras baldías por donde que cuza el camino, me parecieron campos de algodón. En esta última visita la estampa de los campos, camino de la Sierra Norte, ha venido a ser la misma. Escribí entonces cómo desde el alto de las eras Puebla de Valles es era un lugar de cobertura parda, de iglesia esbelta colocada por encima de la fronda de la alameda, de pintoresca imagen que se adornaba, como en los algunos cuadros de los impresionistas franceses, con el romántico barandal de un puente sobre el arroyo. Todo, buscando la solana de un cerro que se corona con los troncos retorcidos de los olivos multicentenarios, y se viste de largo con el faldón sanguino de las cárcavas que bajan hasta el fondo de los barrancos.
He vuelto a Puebla de Valles después en varias ocasiones y por muy diferentes motivos, atraído las más de las veces por la amistad con un personaje excepcional, que si bien no residía allí cuando conocí el pueblo, si que fue una suerte el conocerlo poco tiempo después en un segundo encuentro con aquel lugar, cuando una vez jubilado como trabajador de la Compañía Telefónica -que ejerció finalmente en Barcelona durante muchos años- decidió volver a su lugar de origen, rehacer como vivienda un viejo molino de aceite, y quedarse allí para el resto de sus días. Manuel Sanz Iruela se llama este singular personaje; un castellano antiguo que es todo corazón, y al que le gusta practicar, sin dar oportunidad a que decaiga, uno de los ejercicios más saludables y menos frecuentes en estos tiempos nuestros: el ejercicio de la amistad.

En la casa de Manolo Sanz
En esta ocasión no ha sido el pueblo en sí el que me ha puesto en camino hacia este bellísimo, pero escondido rincón de los valles del Alto Jarama, ha sido el recuerdo de Manolo, y el de Ofelia, su señora esposa, lo que en las mismas puertas del verano me ha llevado a tomar los caminos de la sierra y darme el placer de compartir unas horas en su compañía como un personaje más de la familia, allí, en el más singular de los escenarios posibles, el de su casa-molino -“Molino del Rulo” es su nombre-, lugar de cita de tantos buenos amigos, donde todo el mundo es por costumbre bien recibido.
Encuentro a Manolo trabajando en su oficio de restaurador al que se entrega en cuerpo y espíritu. Está limpiando un viejo farol de aceite, de aquellos que tiempo atrás se emplearon durante la noche para asistir al ganado en los casillos o en las parideras de esta serranía; la última pieza a incorporar al bien nutrido muestrario de trebejos y de objetos olvidados que en el pasado fueron de uso corriente en el medio rural. Se sorprendió Manolo y se alegró de mi inesperada vista.
- Yo creo que ya tenías faroles de esta clase en tu colección –le he dicho.
- Claro que tengo, muchos, y de distintos modelos –ha sido su respuesta.
Me enseña encantado, como siempre que paso por su casa, el fuerte de los utensilios y aperos de labranza que tiene en una especie de cobertizo, al que se sube por una escalera desde el patio. No voy a enumerar lo que hay allí, ni en que cantidad, porque hay de todo, diverso y repetido. Pasamos después a la bodega, excavada en tierra y piedra, una cueva de las que como tantas más de las de su especie tan abundantes son en muchos pueblos de la provincia, sobre todo en la Alcarria, y que las buenas gentes de no muchos años atrás emplearon durante siglos para usos diferentes, pero de manera especial para conservar el vino de sus propias cosechas y para guardar los productos perecederos de las huertas. Una vez dentro, a ruego de su dueño se impone tomar medio vaso de vino fresco extraído de la tinaja directamente, de esos vinos que nos suelen regalar con un sabor distinto en cada lugar, en cada cueva, incluso en cada tinaja. En las oquedades de las paredes y en cualquier rincón de la cueva, aparecen objetos extrañísimos. Aquí me enseña unos cuantos machetes a modo de espadines antiquísimos, de esos que rara vez habremos visto en los libros de historia. Mientras tanto, me explica cómo todas aquellas cosas han llegado hasta él.
-Pues mira, algunos de estos objetos y los que verás después, los compro; otros me los regalan, y otros son trastos viejos que me encuentro por ahí.
Se trata de útiles de trabajo, movibles la mayor parte, del curioso arsenal que llena la casa de Manolo; pero lo más sorprendente, y lo que hace que su colección de cosas antiguas sea distinta a las muchas que hemos conocido en otros pueblos, es que, como a modo del clásico barquito de vela metido inexplicablemente dentro de una botella de cristal, en esta casa hay toda una almazara dentro del salón comedor. Sí, se trata de todo un viejo molino de aceite, con sus voluminosas muelas de piedra, su prensa colosal, y el enorme brazo de madera para hacer contrapeso, que allá andará con los mil quinientos o los dos mil kilos de peso, propio de este tipo de industrias del pasado. Y en el mismo salón los muebles, los libros, los cuadros, los sillones, la mesa comedor, y todo lo que normalmente debe de haber en un espacio destinado para vivir en familia. Siempre que pasé por aquí me hice la misma pregunta: Y todo esto cómo, por qué, para qué…
- Pues mira –me explica Manolo. Me daba pena que habiendo vivido la gente y trabajado toda su vida en el pueblo durante muchas generaciones, los que vengan después se olviden de todo aquello, de tantas cosas, de tantos usos, de tantos instrumentos de trabajo. Aquí hubo cuatro molinos de aceite y cuatro lagares. Aquello suponía el medio normal de supervivencia para el cincuenta por ciento de la gente. Éste era uno de aquellos molinos. Cuando vino la filoxera se acabaron las viñas, y en el pueblo se centró más en la cosa de los olivos.
- ¿Cuántos centenares de objetos antiguos se pueden contar dentro y fuera de la casa?
- No lo sé. Casi todo es chatarra de poco valor. No sé los que habrá; pero varios cientos sí que hay.
- ¿Suele venir la gente a ver todo esto?
- Sí que vienen, sí. Como detalles te puedo decir que de la Universidad de Alcalá, vienen algunas veces cursos enteros de estudiantes.
- Lo que no dejará de ser un tanto molesto, sobre todo para tu familia.
- No; para mí no es nada molesto; más bien todo lo contrario. Comprendo que a lo mejor a la familia algunas veces no les guste tanto como a mí, pero como lo he hecho en plan Quijote, me ilusiono con ello.
Espacio y dinero. Una vivienda así y con todo lo que hay dentro, llevará un coste importante de ambas cosas ¿no?
- Hombre, dinero no ha sido mucho lo que me ha costado. Y de espacio, pues ya ves, como la casa es grande, hay sitio para todo.

Manolo escritor
Pero no queda ahí todo lo que nuestro hombre ha hecho por su pueblo; pues hace sólo unos años -en colaboración con Francisco Martín Macías, un informático cordobés que un buen día descubrió los encantos de este apacible rincón de los valles del Jarama- Manolo se planteó la tarea nada fácil de escribir un libro al que tituló “Puebla de Valles, usos y costumbres, cuentos y leyendas” que publicó Aache en su colección “Tierras de Guadalajara”, en donde, con abundancia de fotografías y bien documentado texto, se da noticia del presente, y sobre todo del pasado, de este pueblo singular, cuyo contenido en 240 páginas, se lo puede imaginar el lector con solo conocer su título. Es en una palabra la vida de un pueblo antiguo en todos los aspectos, que sus autores quieren dejar para la posteridad, conscientes de que lo escrito es lo que prevalece por encima de los pueblos y de las personas que los habitan. Ni qué decir, que mi consejo es que un buen día te pases por allí, amigo lector. Manolo te enseñará su casa de mil amores, y en tu memoria, como a mí me ha ocurrido desde que anduve por este pueblo la primera vez, quedará marcado un recuerdo grato de los que jamás se olvidan.
Personas, circunstancias, tiempos y lugares. Lo mejor siempre: las personas.

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