domingo, 21 de noviembre de 2010

EN LAS SOLEDADES DEL ALTO BORNOVA


Es tiempo de salir de la ciudad en la primera ocasión que se nos ponga por delante. En Guadalajara, como lo es en general por toda Castilla, estaremos faltos de otras muchas cosas en nuestro medio rural, como de gente, por ejemplo, que ya es dolorosa deficiencia; pero tenemos unos pueblos y una naturaleza alrededor de ellos que ya quisieran para sí en tantas ciudades y en tantas regiones, más ricas quizá en comodidades, en medios y en servicios, pero donde la saludable mano bienhechora de la madre naturaleza apenas se deja ver, y si lo hace es envuelta en contaminaciones, en medio de masas humanas, en olores y en ruidos a veces insoportables.
Unos parajes y unos pueblos para gozar en estas fechas en que se avisa el verano, podríamos encontrarlos con mérito bastante similar en cualquiera de nuestras cuatro comarcas características; pero es en esa franja de tierras guadalajareñas en las que, para disfrute de los sentidos y del corazón en un día cualquiera, concurren más y mayores motivos de interés como para dedicarles una jornada. La bonanza del clima, la extrema galanura del paisaje, los monumentos perdidos a veces en el campo, la caricia del agua y del viento, el silencio más absoluto, en fin, dentro de una naturaleza viva, con no sé cuantos datos más a su favor que anotar en el haber de estos lugares, son los que me llevaron de viaje una vez más por aquellos pueblecitos que avecinan al nacimiento del río Bornova, y que forman parte a su vez de la llamada Ruta del Románico Rural, una de las más aconsejables pensando en el ocio y la cultura dentro de esta provincia.
Acabamos de dejar atrás, escondida entre el verde de las choperas, la iglesia románica de Santa Coloma junto al cementerio de Albendiego. Merecía ser pecado grave no conocer el ábside afiligranado, judaizante, de esta iglesia escondida en la paz de los campos. Es una herencia ésta de los monumentos artísticos, perdidos en medio de los huertos y de las arboledas de nuestros pueblos, que no nos merecemos, o por lo menos que hacemos muy poco por merecerlos; pero la verdad es que ahí están desde hace siglos, para ser vistos y para gozar de ellos, aunque sean muy pocos los que los vean y los disfruten.
Valle arriba, situado en plena vertiente al pie de un cerro enorme de caliza mirando a la solana, luce sus casas blancas y sus tejados ocre Somolinos, echado por encima de las huertas de verdura y de frutal a un lado y al otro del arroyo que baja desde la laguna. En Somolinos quedan muy pocos habitantes en invierno, debido al empuje de la emigración durante los años sesenta y a las temperaturas desapacibles de sus inviernos crudos, a pesar de su buena situación al resguardo del cerro de la Cocinilla.
En Somolinos la parada se hace obligatoria, más por el interés de sus alrededores que por el propio pueblo al que corta la carretera por mitad. Ante el impresionante abrigo rocoso a mano derecha sobre el que vuela el ave rapaz, y ante las tranquilas aguas de la laguna, cuya superficie brilla como un espejo a las del alba y las puestas del sol, uno se sorprende en cada viaje como si se tratase de una impresión nueva. Los entendidos dicen que la laguna de Somolinos es de origen glacial. No hay duda de que todas aquellas tierras de calizo color debieron de estar cubiertas por un mar inmenso mucho antes de que el hombre existiera. La gran cantidad, y variedad, de fósiles marinos que aparecen por los blancales de toda la comarca lo acreditan. Magnífico refugio debieron de ser aquellos escondrijos serranos por los que nace el Bornova para los guerrilleros del Empecinado, lugar de paso en sus correrías desde la Alcarria al corazón de Castilla en aquel continuo ir y venir al amparo de la naturaleza cuando la francesada.
Y más arriba, alcanzadas las tierras llanas por las que la carretera sigue con dirección a Aranda, la sorpresa es doble. A lo largo de la leve colina que va de este a oeste en la Sierra de Pela, límite por aquellas latitudes entre las dos Castillas, las aspas de decenas de aparatos altísimos de metal destinados a producir energía movidas por el viento, giran lentas al mismo compás punzando el horizonte. Al otro lado de la carretera, ya casi al alcance de la mano, el pueblo de Campisábalos, conocido por su situación en medio del páramo, a 1350 metros de altura sobre el nivel del mar, y, sobre todo, por ser depositario de una de las muestras del arte medieval única, tanto en el friso exterior de su iglesia, como en el interior de la llamada capilla de Sangalindo, que son a la vez que valiosas piezas de arte un libro abierto acerca de la vida y costumbres de los campesinos castellanos del siglo XII, y de los guerreros, clase social muy a tener en cuenta en una España continuamente en guerra.
Ha llamado la atención poderosamente a historiadores y a estudiosos del arte medieval el friso-mensario de la iglesia de San Bartolomé de Campisábalos por dos razones principalmente; en primer lugar por tratarse del único dentro del arte románico español que aparece esculpido de manera longitudinal, a todo lo largo del muro en perfecta línea recta; también porque las escenas relativas a los meses del año van apareciendo inscritas en orden inverso al de la escritura, es decir, de derecha a izquierda, seguramente por influencia mudéjar, detalle que así mismo se advierte en las portadas gemelas de la capilla y de la iglesia, ésta última bajo techado que sostienen cuatro columnas.
Después de una escena bélica en primer término, siempre de derecha a izquierda, en la que dos guerreros cruzan sus armas montados a caballo, y de otra la mar de curiosa referente a la caza del jabalí con perros, comienza el mensuario propiamente dicho. Allí van saliendo, en meritoria procesión de piedra antigua, las distintas actividades del campesino castellano a lo largo de los distintos meses del año. Algunas escenas en mejor estado de conservación que otras. Guardan cierta viveza expresiva, después de nueve siglos, los relieves tallados en la piedra de la cava de las viñas en el mes de marzo, la escarda en junio, la siega de las mieses en el mes de julio, aventando la paja de la era en septiembre, la matanza del cerdo en noviembre y el trasiego del vino al final del año.
Es preciso aprovechar las épocas del año más propicias para conocer tantos motivos de interés como tenemos tan cerca. Por fortuna contamos con medios cómodos y rápidos para ver cumplida esta necesidad impuesta por el buen sentido. No es lo mismo observar las imágenes en un libro bien editado o en la pantalla de un televisor aun tratándose de un estupendo documental, que tener la realidad palpable delante de los ojos con todo el ambiente cercano que tuvo siempre. En Guadalajara hay mucho que conocer. La gente se va interesando lentamente, muy lentamente, por lo que tiene cerca. Hemos llegado a un tiempo en el que la expectación debiera ser mayor, por lo menos en el número de personas interesadas por todo lo nuestro. Por un lado a los nativos y a los residentes de toda la vida; por otro a tantas caras nuevas que se van incorporando a nuestro vivir diario. Sería un hecho muy de lamentar que fueran éstos últimos quienes descubran Guadalajara antes que los primeros. En nuestros lugares turísticos de marcado interés, son muchos más los foráneos que los naturales del país los que acuden a lo largo del año a conocer, a admirar y aprender, de lo mucho que por toda la Provincia tenemos repartido. Hoy ofrecemos a nuestros lectores una muestra más, un proyecto factible para salir de casa.

(En la fotografía: Iglesia románica de Campisábalos)

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