viernes, 10 de diciembre de 2010

M A R A N C H Ó N


Maranchón es un pueblo con amplia resonancia en el pasado por toda la Castilla rural desde hace muchos años, siglos también, como podemos comprobar en uno de los capítulos de la obra “Narváez” de Pérez Galdós, en el que se cuenta de la entrada de los muleteros de Maranchón a la villa de Atienza, como uno de los espectáculos de alcance popular más deseados en cada temporada. Maranchón fue un pueblo activo y rico, como enseguida se adivina al andar por sus calles, pues se sale con mucho el campo de la mediocridad y te va poniendo al tanto de su condición antes de llegar a él. Ya a la entrada nos saluda con la lozana arquitectura de sus torres: la de Los Olmos, entre el espeso ramaje que rodea al santuario, y la torre de la iglesia, que asoma hasta su mitad tras el declive del Torojón y del Altollano.
En Maranchón coincide la calle principal con la carretera que sigue hacia Molina y lo parte en dos. A un lado y al otro se ven fachadas señoriales, palacetes que uno difícilmente recuerda haber visto, por lo menos en tal cantidad, en ningún otro lugar de la provincia; mansiones que con el expresivo silencio de sus piedras y de sus formas, hablan de un pasado grandioso, no demasiado lejano, que se fue a pique, nadie lo diría, por culpa del progreso. Del progreso, sí; pues cuando en los años cincuenta comenzaron a aparecer en el campo las mulas de metal, los tractores y otras maquinarias para el trabajo, aquella preponderancia de siglos fue decayendo hasta desaparecer en el corto espacio de una década.
Pero a pesar de todo la distinguida imagen de Maranchón está ahí, testigo de lo que fue, como si el tiempo y los reveses que da el tiempo no contasen.
En mi primer viaje a Maranchón con fines periodísticos, que debió de ser en el año ochenta y uno, y mes de enero porque había nieve, recuerdo haber charlado con quienes andaban metidos en tales ocupaciones, de otra actividad característica, propia del lugar y por lo que pude saber de origen antiquísimo, que era la compra y el tratamiento de la cera, y más concretamente de la obtención de la cera virgen una vez trabajada en los lagares (lagares fue su nombre), de los que aún tuve ocasión de poder ver el último de ellos, que por aquellos años andaba en pleno funcionamiento, si bien bajo la seria amenaza de desaparecer no muy tarde. Era el lagar de don Melchor Tabarnero, un señor ya muy anciano por entonces que vivía en la Casa de los Picos, cara poniente del parque de la Alameda.
De la actividad cerera en la villa de Maranchón quiero recordar que hace un cuarto de siglo todavía existían cuatro familias que se dedicaban a ese menester, pero que tiempo atrás los cereros llegaron a sobrepasar el número de veinte. Su quehacer principal era el de comprar los cerones por Aragón, la Rioja, la Alcarria, las provincias de Segovia y Soria, incluso algunos pueblos de la parte de Valencia; y una vez extraída la cera la llevaban a vender por toda España.
El lagar de don Melchor Tabarnero estaba a la entrada del pueblo, junto a la carretera. Era una nave sombría, oscurecida por el humo de muchos lustros de actividad, en la que destacaba la viga de madera descomunal de la prensa y un pedrusco en forma de tronco de cono que durante el trabajo del prensado hacía de contrapeso. Un horno, dos depósitos llenos de un líquido viscoso sobre el suelo, y varias pilastras labradas en piedra arenisca alrededor donde se solidificaban y se endurecían los panes de 30 o de 35 kilos que servirían después para la venta, y, sobre todo, para la exportación. Era cuanto completaba todo el instrumental de la primera industria de Maranchón por aquellos años, y posiblemente la más antigua de la provincia; pues según me contaron, aquellos eran los mismos medios con los que se había venido trabajando desde el año 1712 en que, así pude saber por el propio dueño, comenzaron a laborar la cera sus antepasados. Pienso que aquel lagar ya no funciona, pues son varios los años que al pasar por allí veo las portonas cerradas.
Vale la pena detenerse en Maranchón cuando se viaja por la carretera que lo atraviesa, no sólo para tomar café o algún refresco en cualquiera de los bares de aquella que es su calle principal, sino para otear la grandeza dormida de sus recias casonas repartidas por todos los barrios, la riqueza artística de su rejería, la tranquilidad de sus plazas que son dos: la de Juan Antonio Bueno y la Plaza de España. Juan Antonio Bueno fue un honrado servidor del orden que murió asesinado en Madrid el 20 de diciembre de 1973, volando por los aires en el vehículo que servía de escolta al entonces presidente del Gobierno, Carrero Blanco, en aquel recordado magnicidio perpetrado por ETA. No obstante, el rincón más selecto de la villa es el parque de la Alameda, situado también junto a la carretera, del que siempre cuidaron los vecinos con prioridad y como cosa propia, siendo uno de los dos asuntos en los que el pueblo supo poner especial empeño; el otro fue llevar para la fiesta de septiembre un orador sagrado re nombre que cantas desde el púlpito las excelencias de su patrona la Virgen de los Olmos.
Por una pista flanqueada de árboles que hay junto al pueblo se puede ir hasta el santuario de los Olmos en un breve paseo a pie. Dicen que a cualquier hora del día hay gente que sube o baja a ver a la Virgen. La experiencia me ha dicho que es verdad. La devoción de los maranchoneros a su patrona es grande, tanto o más para los que viven fuera como para los que están allí. Cuenta la leyenda que durante la primera o segunda década del siglo XII, la Virgen María se apareció en aquel lugar a un ganadero del pueblo, llevando en la mano una rama de olmo. Fue el origen de una devoción arraigada que reúne cada 8 de septiembre a cientos de maranchoneros llegados desde los puntos más dispares de España, incluso del extranjero.
El santuario que hoy podemos ver fue reconstruido en el siglo XVIII sobre el mismo lugar en que estuvo el anterior, es decir, sobre el leve rellano en el que asegura la tradición que se apareció la Virgen. Es un edificio sólido al que se entra bajo un arco de sillería. El agudo capitel del campanario se divisa a distancia. Parece ser que un hijo ilustre de la villa, el arzobispo de Santa Fe de Bogota, don Juan Bautista Sacristán, nacido en 1759, favoreció de manera notoria al santuario, llegando a ser uno de los más importantes y mejor dotados de la diócesis, como aún los sigue siendo a pesar de los robos sacrílegos sufridos durante los últimos años, a los que, me consta se han puesto medidas para evitar que se repitan. Cuando el santuario está cerrado, que son la mayor parte de las horas y de los días por razones de seguridad, los devotos contemplan y rezan a su patrona por una mirilla con cristal que hay al respaldo del edificio.
– Abren sólo los fines de semana ¿sabe usted?. Para el verano, que hay más gente, seguro que estará abierto todos los días.

LA LLEGADA DE LOS MARANCHONEROS A ATIENZA, SEGÚN PÉREZ GALDÓS:
«La soledad de Atienza se alegró estos días con la llegada de los maranchoneros. Son estos habitantes del no lejano pueblo de Maranchón, que, desde tiempo inmemorial, viene consagrado a la recría y tráfico de mulas. Ahora recuerdo que el gran Miedes veía en los maranchoneros una tribu cántabra de carácter nómada, que se internó en el país de los “Antrigones y Vardulios”, y les enseñaba el comercio y la trashumancia de ganados. Ello es que recorren hoy ambas Castillas con su mular rebaño, y por su continua movilidad, por su hábito mercantil y por su conocimiento de tantas distintas regiones, son una familia, por no decir una raza, muy despierta, y tan ágil de pensamiento como de músculos. Alegran a los pueblos y los sacan de sus somnolencia, soliviantan a las muchachas, dan vida a los negocios y propagan las fórmulas del crédito: es costumbre en ellos vender al fiado las mulas, sin más requisito que un pagaré cuya cobranza se hace después en estipuladas fechas; traen las noticias antes que los ordinarios, y son los que difunden por Castilla los dichos y modismos nuevos de origen matritense o andaluz. Su traje es airoso, con tendencias al empleo de colorines, y con carreras de moneditas de plata, por botones, en los chalecos; calzan borceguíes; y usan sombrero ancho o montera de piel; adornan sus mulitas con rojos bordones en las cabezadas y pretales, y les cuelgan cascabeles para que, al entrar en los pueblos, anuncien y repiqueteen bien la errante mercancía» (De “Narváez” Episodios Nacionales).

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