domingo, 2 de enero de 2011

DE EL CASAR A VILLASECA DE UCEDA


Las condiciones atmosféricas en la tierra de Guadalajara parece que, por fin, invitan a viajar; por lo menos así lo es en esta mañana de febrero, cuando en el campo todavía se pueden ver las charcas que dejaron las últimas lluvias, y allá, al fondo, la cumbre afilada del Ocejón todavía mantiene a retazos su característica piel de armiño, que acabará por desaparecer cuando el sol salga con fuerza.
El de hoy es un viaje de placer, amigo lector, qué quieres que te diga. Cuando el invierno apunta en decadencia, después de tantos días grises como en el tiempo que corre hemos tenido que soportar (una bendición al fin, porque falta hacía), lo único que apetece es salir de casa, escapar al campo en un viaje fugaz con el propósito de regresar pronto, porque el vientecillo fresco que viene de la sierra todavía hiere la piel y los pies se hunden en los barbechos apenas se intenta salir del camino. Vamos, por tanto, a andar por andar, a vivir la experiencia de viajar por los pueblos sin entrar en sus calles siempre que sea posible, a sentir en la corta distancia el latido, a veces mortecino, del corazón en tantos de ellos; porque los pueblos tienen corazón, y alma, y un carácter propio que los distingue, y una historia personal, y unas costumbres que el sol y el viento de tantos años se empeñan en arrancar, pero que todavía quedan, por lo menos en su esencia, pegadas a las piedras de los viejos edificios, en las márgenes de los caminos, bajo la tapadera gris de los tejados que siempre quedan a la vista.
Viajamos por tierras de la Campiña. Esta comarca, la más chiquita en extensión de las cuatro que componen el mapa de nuestra provincia, guarda extraordinarias visiones, como ésta que ahora tengo delante de los ojos en la que se dan todos los ingredientes que tomaron por suyos los grandes autores del viejo romance: Santillana y Juan Ruiz entre algunos otros, y Sánchez Ferlosio en nuestro tiempo para demostrar que el campo y el paisaje no tienen edad. Desde la explanada del Calvario -villa de El Casar- se ve cómo suben la cuesta los automóviles que vienen de Torrelaguna, envueltos como en una luminaria de sol y frío. A un lado y a otro las urbanizaciones, los refulgentes chalés de los veraneantes, el fluir del progreso con el que jamás soñó El Casar ni la Campiña entera. Y a mi lado, como un símbolo, lo perdurable, lo eterno, el Cristo de piedra entre las cruces de los dos ladrones, que preside las tierras del Jarama nada menos que desde 1648: "A costa del bachiller Diego López, canónigo de Santa María de Arvás, presbítero de El Casar, a gloria y honra de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo".
Valdenuño Fernández será el pueblo por el que pasaremos poco después, luego de haber dejado atrás, a mano izquierda, el empalme de carretera que llega hasta Mesones. Valdenuño es uno de los pocos pueblos que se dejan ver desde arriba, a vista de pájaro. El pueblo reposa tranquilo en medio de un vallejo. Al vallejo, donde asientan los almacenes levantados modernamente por los agricultores, lo conocen en Valdenuño como Barrio del Arroyo. Allí, en la pradera, recuerdo que hace tiempo se dejaba ver en cada visita un rebaño de ovejas pastando en el verdín y bebiendo agua de las estanquetas que había unidas a los pozos. Hoy no he visto pacer por el llano al rebaño de cada viaje; tampoco suenan las gaitas ni los tamboriles, ni restallan los palitro­ques de los danzantes que bailan, a la vista del botarga, junto al soportal columnado de la iglesia en la fiesta del Niño Perdido. Hace ya tiempo que aquello pasó y el pueblo se ha vuelto a dormir en el silencio.
Buen terreno de labor el que tenemos por aquí a mano derecha y a mano izquierda según viajamos hacia Viñuelas. Las urbaniza­ciones van quitando, poco a poco, espacio a las tierras del labrantío. Tal vez no sea éste el mejor campo de la Provincia para la siembra, pero sí uno de los mejores. Viñuelas, el pueblo natal del pintor Alejo Vera, el que unos y otros de un tiempo a hoy hemos intentado resucitar, es por su situación uno de los puntos clave de comunicación en las tierras de la Campiña. La ermita de la Soledad de Viñuelas, con su estructura clásica y sus muros de ladrillo, nos habla a a la vez de sus pasadas glorias y del raudo correr de los tiempos. Desde el mirador que da al campo, ya en las afueras, se alcanza a ver en la distancia corta el terreno acuartelado de los huertos que, hasta hace poco, se regó con el agua sobrante de la Fuente Gorda. La sequía pertinaz de los últimos años y las nuevas maneras de vivir han trastocado un poco las cosas por estos pueblos. Desde la Bodeguilla, la tierra se hunde como se hunde el fondo de una cazuela inmensa, sobre cuyo borde opuesto se divisan recortados la torre y los tejados de Fuentelahiguera, y dentro las tierras labradas: el Reguero de los Huertos, el Charco de la Custodia, donde se alternan salpicados de algún chaparro los rastrojos y las barbecheras.
Además de la carretera que nos trajo desde Valdenuño, en Viñuelas pueden cogerse otras tres que parten de allí en todas direcciones a manera de estrella: la que nos devolverá a Guadalajara por Fuentelahiguera, la que sale en línea recta por entre los sembrados con dirección a El Cubillo, y otra lateral que baja hacia las vegas del Jarama por las Casas de Uceda y por Villaseca, el más pequeño en número de habitantes de todos los pueblos del llano, hacia el que ahora voy.
Todavía guardo en la memoria -no lo puedo evitar- la imagen de la cigüeña sobre el campanario cubierto de nieve, acurrucada en el nido y aterida de frío; fue durante los primeros días del mes de febrero del año 96. No sé si al final aguanto aquel invierno con garbo, y mucho menos si la amarga experiencia, fruto de la precipitación por veranear en la Campiña, le sirvió para algo. Después la he vuelto a ver en el mismo sitio, en mañanas radiantes bañadas por el sol.
Una calle que coincide con la carretera es la Calle Mayor; las de San Roque, la Laguna y la Calle Corrales, parten hacia un lateral con dirección al campo. Añoranzas, cantares de ronda, recuerdos y silencio, dibujan hoy la silueta perdida en el tiempo de este entrañable pueblo de labradores. San Miguel y el Angel de la Guarda vigilan de día y de noche a las tres o cuatro docenas de habitantes que todavía quedan por allí. A ellos encomendamos la supervivencia por muchos años del lugar, de sus gentes, de sus costumbres por conservar y por recuperar las perdidas, sentados en la solana bajo la alta techumbre de la iglesia restaurada mirando al campo.


(En la fotografía, "Panorámica del Calvario de El Casar)

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