martes, 19 de abril de 2011

DE REGRESO A TERZAGA



Es posible que sea la primavera uno de los momentos más recomendables para perderse en viaje de solaz por estos pueblecitos del Bajo Señorío Molinés que, cruzando aguas cuando las hay del Gallo, del Bullones y el Cabrillas, dan con nosotros en aquellos escondidos paraísos del Alto Tajo.
Fue un día de primavera, lo mismo que el de hoy, cuando hace más de veinte años vine a Terzaga por primera vez. He vuelto después en diferentes ocasiones, sin detenerme, siempre en viaje de paso hacia otros pueblos de más allá por la misma ruta. Ahora, tal y como han trazado las nuevas carretera, ni siquiera es preciso entrar en sus calles a no ser que se vaya al pueblo ex profeso, como ahora voy.
Desde Molina son campos de labor los que nos han seguido durante el viaje, veguillas fecundas rodeadas de cerros viejos salpicados de sabinas, de chaparros, de rebollo, de aliagas y de maleza. Poco más adelante aparecerán los pinos y el boj, prelu­dian­do la sexma que dicen de la Sierra.
Ha cambiado Terzaga en su favor durante los últimos años, como poco al ritmo de los restantes pueblos del contorno, o quizá todavía más, pues, bien lo saben sus vecinos, que sobre otros muchos y sin afán de desmerecer a nadie, el suyo es un pueblo distinguido. Lástima que, también al ritmo que lo han hecho los demás, el pueblo se haya ido vaciando hasta niveles preocupantes. Nunca ha sido Terzaga un pueblo grande, esa es la verdad, pero está escrito que en 1850 contaba con 190 almas, un siglo después había crecido en casi cien más, y en este momento, de manera fija y permanente como a ellos gusta decir, no llegan al medio centenar de habitantes aun tirando de largo.
Fue Terzaga un pueblo apto para la agricultura. En los llanos, siempre protegidos por las hoscas colinas de su contor­no, se dio el trigo, la cebada, el centeno, la avena, las legumbres, las hortalizas y buenos pastos para el ganado; suficientes para sacar adelante a las familias que entonces llenaban todas sus viviendas, las más rancias y señoriales con escudo de piedra sobre sus fachadas, y las de más modesta condición, hoy restaura­das y cómodas casi todas ellas, para ser ocupadas por sus dueños ausentes en los dos meses clave del verano, y durante muchos de los fines de semana siempre que el tiempo lo aconseje.
Los campos que el pueblo tiene por vecinos se llaman la Portera, el Guijarral y la Veguilla; y los cerros la Carrasqui­lla, el cerro de la Canal y Villomar. La ermita de la Cabeza, paraje de devociones y romerías, está situado sobre uno de ellos.
Debido a su situación al lado del río Bullones, y con varios de sus vallejuelos en cuencas de arroyos salinosos, Terzaga fue y sigue siendo pueblo de salinas, viejas fuentes de riqueza que en ciertas estaciones, como ésta de Terzaga por ejemplo, se ha preferido cesar en su explotación, cuando hace siglos fueron más estimadas que los bosques, que los terrenos de cultivo y que los propios pueblos. Repetidos ejemplos de explotación salinera, tal vez con una antigüedad muy próxima a los ochocientos años, existen todavía en la provincia, y de las cuales, siempre por el viejo sistema de la evaporación del agua por la acción del sol, la mayor parte de ellas se siguen explotando con resultados irregulares, pues todo depende de la climatología.
La mañana en Terzaga es luminosa. En la sombra es posible que haga demasiado frío, mientras que la fuerza del sol resulta molesta a medida que el tiempo pasa. En la plaza se oye el murmullo de los chorros de la fuente. Un anciano dormitea apoyado en el pomo de su garrote, solitario sobre un banco. A todo correr salta un gato a la carretera, perseguido por un perrucho con el lomo erizado que baja desde la calle de la Rambla. La calle de la Rambla es la que sube hacia el cementerio. En la calle de la Rambla está la fachada y la entrada principal a la suntuosa iglesia del pueblo; y poco más arriba la casa solar de los Ruiz Malo, repartida hoy entre varios dueños. Destaca en la antigua mansión de don Juan Ruiz Malo la artística rejería en ventanas y balcones y el desgastado escudo familiar que la sella. En el primero de los balcones un hombre toma el sol del medio día. El balcón está cubierto con el típico tejadillo en dos vertientes formando ángulo. Se llama Basilio el hombre del balcón, y Marcelina la mujer que aparecerá en seguida. Basilio y Marcelina son hermanos. Cruzamos unas palabras entre la calle y el balcón, y en seguida bajan. Me enseñan dos hermosas fotografías en color y la portada de una revista. Son imágenes de la iglesia del pueblo las tres; dos exteriores y una interior del día de la inauguración después de las obras. La iglesia de Terzaga, por su monumentalidad, rompe el equilibrio de lo que ahora el pueblo es, y de lo que fue en el año 1778 en que debieron concluirla. Sabemos que fue costeada sin reparar en gastos por dos hijos ilustres del pueblo, contemporáneos y obispos los dos: don Victoriano López Gonzalo, obispo de Tortosa, y don Francisco Fabián y Fuero, arzobispo de Puebla de los Ángeles en Méjico, y de Valencia después. Cuentan que al final de las obras se les acabó el dinero, y que uno de ellos, ciego en su vejez, tocó las paredes con los dedos para asegurarse que eran de piedra y no de oro, por lo que había costado. Una obra magnífica, de sillar y sillarejo en el campanario, en los contrafuertes y en el pórtico de dos arcadas; chapitel de metal y, desde luego, un monumento demasiado capaz para lo que es el pueblo, y costoso de mantener dadas las precarias economías.
-Sí. Hace dos años se restauró por dentro y ha quedado muy bien; pero ahora necesita un retoque en el campanario, porque tiene allá arriba unas cuantas piedras, que cualquier invierno de lluvias como el pasado, se nos vienen abajo.
-Con los pocos habitantes que son no se les llenará nunca.
-Pocas veces; para las fiestas de la Asunción, en el mes de agosto, sí que se llena; pero en el resto del año, nunca.
En tanto, la oronda torre del campanario, muy similar en su estructura a la del Giraldo del convento molinés de San Francis­co, sigue reclamando la atención del visitante, que aún dedica el resto de la mañana a recorrer las calles del pueblo antes de emprender el viaje de vuelta.

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