lunes, 25 de abril de 2011

EL TAPÓN DE ENCANTAMIENTO

Una bonita fotografía de la moderna plaza de Ocentejo, con el ayuntamiento al fondo y la peña del castillo detrás -castillo liliputiense para don Francisco Layna- me animan a escribir, recordando, acerca de una historia o leyenda posmedieval que en su día me contó a la sombra de un cerezo un erudito ocentejano, don Ruperto S. Fraile, para mí de feliz recuerdo.
Hay sucesos a centenares y acontecimientos en la vida de los pueblos, que la tradición oral conserva por encima de los siglos, ya que ni las viejas crónicas de su tiempo ni la Historia se han querido responsabilizar de su presumible o dudosa veracidad. Son las leyendas; relatos pintorescos muy extendidos por tierra de Castilla, casi todos de origen medieval, en donde la penumbra de la España mora las envuelve por sistema en un valle inaccesible de misterios, que en último caso siempre supone un verdadero gozo el hecho simple de pretender entrar en él. Guadalajara toda está plagada de hermosos relatos a punto de desaparecer para siempre, como éste que de una manera sucinta procuraré contar.
El rey Alfonso VIII de Castilla, veinteañero a la sazón por aquellas fechas, había hecho una gira por las sierras sureste de la Provincia reclamando personal para la conquista de Cuenca, que llevaría a efecto con rotundo éxito el día de San Mateo del año 1177. Como pago a la lealtad y al buen servicio de sus gentes, el rey solía otorgar a los pueblos amigos algún beneficio, consistente por lo general en ordenanzas o fueros, títulos o territorios en propiedad, cuando no la construcción a sus expensas de alguna fortaleza, iglesia o monasterio románicos, que era como bien sabemos el estilo al uso. Toda Castilla aparece salpicada de pruebas de gratitud de ese tipo, tantas de ellas desaparecidas, cuando no maltrechas y en estado ruinoso. Ese fue el caso de la fortaleza de Ocentejo, alzada sobre una arisca prominencia que hay junto al pueblo y a la que los vecinos aún reconocen por EL Castillo, y de la iglesia anexionada, ambos volados por los franceses cuando las guerras contra Napoleón, fatalidad a la que se habría de unir la quema inminente de pergaminos y de archivos del ayuntamiento cuando las guerras carlistas.
Parece ser que los Carrillo de Albornoz ocuparon durante más de un siglo el castillo de Ocentejo, y entronizaron en la primitiva iglesia una imagen de Nuestra Señora del Rosario, que muy pronto gozaría del fervor popular en toda la comarca.
Los Carrillo de Albornoz, nobilísima familia conquense con rama en Beteta, villa serrana de la que fueron señores, eran de un natural violento, hasta el punto de registrar en su brillante historia algún lamentable caso de fratricidio, como bien hacen constar los anales del pueblo cuando hablan de la muerte de don Pedro a manos de su hermano don Alvaro, cuyos restos recibieron sepultura en la propia capilla de la fortaleza familiar. Pese a todo, el pueblo de Ocentejo y las aldehuelas de su contorno, solían beneficiarse de la generosa condición de las señoras de los de Albornoz, a quienes acudían en cualquier aprieto con la seguridad de ser atendidas con prontitud y con largueza.


Sucedió que cuando las Guerras de Granada, los señores del castillo fueron requeridos con sus pequeñas mesnadas a tomar parte en la última batalla de la Reconquista, que traería como consecuencia la expulsión de los moros y a renglón seguido la unidad nacional. A la hora de partir, los señores desearon poner a salvo a sus familias abandonando el castillo, por miedo al ataque imprevisto de ciertos grupos de insurrectos musulmanes escondidos, según se sabía, por aquellas sierras. Decidieron pues trasladar a sus mujeres e hijos al castillo de Torralba, más seguro y mejor protegido que la peña de Ocentejo, mientras que ellos acudían a la urgente llamada de los Reyes Católicos, dispuestos a librar la última batalla.
No todo salió como los señores tenían previsto. Una adoles­cente de nombre Beatriz, lindo pimpollo de la familia de los Albornoz, nacida en aquellas sierras y enamorada desde niña de su paz y del incomparable paisaje que había sido testigo de sus juegos de infancia, se negó obstinadamente a abandonar el solar de sus mayores acompañada de su aya, Aldonza, a la que amaba tanto o más que a su propia madre. Señora y aya quedaron pues como únicas residentes de la noble mansión en apariencia inexpug­nable, como en abierto desafío a cualquier peligro en el que, en principio, no cabía pensar.
Más sucedió que una tarde de otoño, calmosa y fría por aquellas sierras, las gentes de Ocentejo sintieron en las inmediaciones de sus huertas el relincho de los caballos y el cruzar vertiginoso de los hombres de la media luna, por entre el tupido juego de troncos y de maleza en el bosquedal que rodeaba al pueblo. Alguien se apresuró a subir entre dos luces y llevar a las únicas habitantes del castillo la alarmante nueva. Beatriz, y su aya la fiel Aldonza, bajaron enseguida la escalinata de piedra que separaba al castillo de la iglesia del Rosario. Rezaron brevemente. Se encomendaron a la Virgen y salieron, a punto de cerrar la noche, con intención de esconderse en cualquier recoveco de los peñascos más próximos al lugar a fin de salvar sus vidas. No pudo ser. La astucia musulmana y las referencias que algunos insurrectos poseían acerca de la belleza de Beatriz, les habían motivado a tomar el castillo lo antes posible sin ningún tipo de impedimento. Cuando las dos mujeres salían de la ermita, los moros habían alcanzado ya las almenas del castillo y algunos bajaban apresuradamente hacia donde ellas estaban, dejando brillar a la luz de la luna naciente las hojas afiladas de sus alfanjes. Beatriz, indefensa, tierna y delicada como flor silvestre de las vegas del Alto Tajo, se volvió de manera instintiva hacia la Señora y Patrona del Castillo, cuya imagen podía distinguir a través de la puerta entreabierta de la ermita, a la luz temblorosa de un pobre velón de cera.
- ¡Madre! -gritó asustada la infeliz-. Concédenos la dicha de que la tierra nos haga desaparecer; de que las peñas nos traguen antes de que nuestros cuerpos se vean profanados por los cobardes enemigos de nuestra fe.
Dicen que se abrió la peña, y que encerró en su seno a la adolescente Beatriz y a la fiel Aldonza, de las que jamás nadie supo nada. Las buenas gentes del lugar, aseguran que en determi­nadas noches de otoño, cuando el viento de la vega sube a chocar contra las esquinas rocosas que sirvieron de peana a su castillo, se sienten los lamentos de las dos desdichadas que todavía penan allí, nadie sabe con qué suerte de tormentos ni por cuánto tiempo, en el lugar preciso en donde ocurrieron los hechos y que en Ocentejo la gente conoce aún, cinco siglos después, por "El Tapón de Encantamien­to".

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