sábado, 15 de octubre de 2011

H O R C H E


No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes, lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los pliegues de la Historia, en la singular condición de sus moradores, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.

Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme pedrusco invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."

La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Virgen de la Soledad, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber, el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro corrieron, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.

Desde la bajada de la calle de San Roque, por una callejuela estrecha en restauración, flanqueada de bodegas subterráneas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros novísima, luminosa y bien ventilada, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña.

A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos de los barrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos quedó a perpetuidad el nombre del barrio.

La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados en un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevalece la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alcarria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja.

Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Iglesia, y sus paralelas escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche, palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sientir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejerció su misión pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemente ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, quizás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carácter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo que se estilaría después.

La tarde anda de caída. El sol se va tiñendo de un rojo sanguino a medida que se acerca al horizonte, allá por los llanos que ocultan la capital en el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispone a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.

(En la fotografía, "Ermita patronal de la Virgen de la Soledad"

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