viernes, 11 de noviembre de 2011

EN EL BARRANCO DE LA HOZ

            Con el verano de caída en los caminos que le habrán de llevar a los acostumbrados fríos por aquellas latitudes mesetarias, les invito hoy a recordar cuando menos el sitio simpar donde los molineses veneran a Santa María de la Hoz, su patrona y reina. No es otra mi intención sino la de invitarles a dedicar unas horas de su vida a recorrer aquella maravilla natural, tan reconocida y tan amada por cualquier molinés, y tan ajena a las apetencias y a los intereses de tantos guadalajareños más de otras comarcas, que seguramente ni siquiera saben de su existencia.

            Por motivos bien distintos he tenido ocasión de visitar aquel impresionante rincón de nuestra tierra en distintas ocasiones. El gran prodigio de la Creación, donado generosamente a las gentes del Señorío -quizá como compensación a otras dolorosas deficiencias, como pudiera ser la tristeza de su medio rural a la que le tiene sometida la despoblación durante los últimos cuarenta años- es sin duda una razón excelente como para sacudirse de buena mañana la pereza y ponerse en camino con la seguridad garantizada de no regresar descontento.

            Si en la vida de cada cual hay momentos inolvidables, que de vez en cuando intentamos reproducir en la memoria con cierto deleite, debo confesar que las imágenes del agua corredora del río Gallo entre las piedras de su cauce a la sombra de las choperas, son para mí un tema frecuente de imaginación. Unos minutos de soledad lejos de los devenires y de los problemas machacones del siglo, sentado plácidamente sobre la hierba junto al santuario en el más absoluto silencio, es uno de los paréntesis que jamás dejarán de tener su significado en la vida de quienes hayan corrido en alguna ocasión con aquella experiencia.

              El fenómeno aéreo -en competencia, no sé si leal o desleal de los peñascos con el cielo molinés- que se da en el Barranco, es algo que parece grabado en el ánimo de los que por allí van con la misma fijeza y exactitud de un panorama cinematográfico bien cuidado.

            En la realidad completa de lo que es el Barranco de la Hoz y su santuario mariano, entran toda una serie de factores a los que con la brevedad que el espacio del que disponemos requiere, desearía referirme aquí, hacer mención por lo menos. Serían por una parte el paisaje y la aportación paciente de la madre Naturaleza hasta conseguir aquel rincón tan singular cargado de surrealismo, que sirve de escenario a la ermita y al complejo lugar en donde se encuentra; por otra parte el hecho humano, es decir, la tradición como tal, la historia verdadera, y un poco también esa pinta de leyenda que es como el condimento para hacer más digeribles y de mejor paladar los bocados de la Historia.

            Sucedió por aquellos enrevesados vericuetos de la quebrada, que a mediados del siglo XII un pastor de Ventosa perdía una res en tarde desapacible de pastoreo por aquellos contornos. Como buen pastor, dejó en lugar seguro al resto de la manada y se dedicó a buscar por aquellos angostos de junto al río a la res perdida. Vino la noche. El pastor, atemorizado por aquellos volúmenes colosales de piedra fantasmal, comenzó a sentir miedo. De pronto surge una potentísima luz entre las peñas que ilumina todo el barranco y le hace el mirar casi imposible. El oído solo puede escuchar los rumores cantarines de las aguas del Gallo. La imagen de la Virgen se comienza a distinguir sobre un tosco pedestal de roca. La res perdida se ha quedado inamovible, como adormilada a las plantas de la Señora. Era una súbita aparición con visos claramente sobrenaturales. La noticia se recorrió  por el contorno con rapidez, y el silente escondrijo de la quebrada se convirtió muy pronto en sede principal de veneración molinesa, y que ha volado hasta nosotros por encima de los peñascos, de las distancias y de los siglos.

             El santuario, según hemos oído contar y así lo hemos visto escrito, es tan antiguo como el milagro y tanto como el propio Señorío molinés considerado como unidad de pueblos y de tierras; eso es lo que sacamos como conclusión una vez puestas en su sitio las fechas en las que ocurrieron los acontecimientos a los que nos acabamos de referir. Existiendo ya la primitiva iglesia debajo de las peñas, y la elemental residencia que en sus albores debió de haber en aquel mismo sitio, entraron los Canónigos Seglares de San Agustín, que debieron permanecer como encargados del sagrado lugar durante varios años, no muchos. Don Fernando de Burgos, personaje casi mítico, sería hacia los años primeros del siglo XVI el gran mecenas, primer patrón y padre de algún modo de aquel complejo animador de devociones; pues él fue precisamente quien corrió con las obras y con los costes de la ampliación de la ermita, quien la retocó y restauró, y quien mandó adosarle la hospedería como refugio de peregrinos y la casa del ermitaño. A partir de entonces, el santuario de la Hoz, empleando como gancho eficiente el ya tricentenario milagro de la aparición y el encanto natural del paraje en el que asienta, se convirtió en lugar de peregrinaciones al que debieron de acudir, siglo tras siglo, personajes de nobilísima condición venidos de lejos, en el que es oportuno contar al rey Sancho IV el Bravo, a la emperatriz Isabel esposa de Carlos I, a Felipe II, y ya en tiempos más próximos a los nuestros al rey Alfonso XIII.

            Situados en la explanada de la hospedería, oyendo a nuestra espalda el rumor de las aguas, nos disponemos a entrar bajo el arco que da paso al santuario. Dentro ya adquiere una nueva dimensión la imagen de los peñascos de la Hoz en contraste con las viejas maderas de la galería y con las formas arquitectónicas, los relieves y las curiosas serigrafías con las que recubrieron los muros. Se llega hasta la ermita después de subir unas cuantas escaleras de piedra. La portada de la ermita es protogótica, obra del siglo XIII; remata con el águila coronada del escudo familiar de don Fernando de Burgos, leyenda incluida que recuerda al peregrino la personalidad de su principal benefactor. Un bello poema de Suárez de Puga deja escritos sobre la pared los sentimientos del poeta hacia la vieja parra del santuario. Por unos instantes el viento mueve las ramas de los pinos que hacen equilibrios sobre las crestas del Barranco.

            La puerta de la ermita está entreabierta. No hay nadie en su interior. Las nervaduras que recorren el techo van recogiendo como en un puñado la penumbra y el silencio del pequeño recinto. La imagen menuda de la Reina del Señorío está colocada en el lugar más visible del presbiterio, ocupando la única hornacina del retablo barroco. Se ve cómo la imagen de la Virgen de la Hoz corresponde a una talla de origen medieval, suponemos que sedente, con la cara oscurecida como casi todas las que conocemos de aquel tiempo. Va vestida con un manto bordado en filigranas de oro. Artísticamente la imagen ganaría en valor si pudiéramos verla en su forma habitual, sin el devoto aditamento de los ropajes. Los piadosas chapeletas que van encendiendo quienes acuden por allí a diario lucen mortecinos sobre el añal. El sol de la paramera daña a la vista al salir de la ermita.

            Es hay bien entrada la hora del mediodía. La del mediodía es por estas latitudes una hora gratificante al amparo del sol de septiembre. Pienso que es un momento oportuno para gozar de la naturaleza abiertamente. El Barranco de la Hoz nos aguarda como siempre; pero tal vez sea éste el momento mejor para disfrutar del regalo del campo, con el soberbio murallón de piedra que nos acoge a un lado y al otro del río, con los ojos de la cara y los del corazón abiertos.

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