martes, 29 de marzo de 2011

LA BARBOLLA EN UN SEGUNDO ENCUENTRO


Hace años que anduve por allí y no había vuelto desde aquel primer viaje en el que, fuera de todo lo previsto, di con gente amable, hospitalaria y cordial, a la que he vuelto a recordar por diversas causas en posteriores ocasiones. He pasado muy cerca de La Barbolla tantas veces más, pero hasta hoy, y no en viaje ocasional, sino exprofeso, no había vuelto a entrar en él, y en tan buena hora, pues he podido comprobar el cambio habido a pesar de su pequeñez; continúa el pueblo sin tener casas hundidas -lo que bien llamó mi atención en el anterior viaje-, aunque, todo hay que decirlo en honor a su memoria, faltan algunos de aquellos buenos amigos con los que me crucé, y no porque hayan abandonado el pueblo como en los años del éxodo hicieron tantos, sino que por ley de vida dejaron de contar en la nómina de los vivos, y pasado el tiempo en el pueblo se hace notar su ausencia. Valga el breve preámbulo como homenaje de gratitud a don Joaquín Barahona, entonces alcalde de La Barbolla, hombre de bien y de fundado optimismo, quien en aquella ocasión dijo que todo en la vida tenía remedio menos la muerte, y su sentencia se ha visto cumplida: ya tienen agua abundante en la fuente del pueblo, aunque él no puede verla con aquellos ojos cansados que hace un año se comió la tierra. Descanse en paz. El verano se escapa por tierras de Sigüenza. La Barbolla, el pueblo, se solaza en el llano con el castillo roquero de La Riba como fondo al paisaje en un mismo escenario. Algunos de los que viven fuera andan ocupados en trabajos de albañilería, de últimos retoques antes de marchar. Por las afueras han levantado naves enormes que sirven de almacén a los tres o cuatro agricul­tores que cultivan aquellos campos. En La Barbolla quedan muy pocos habitantes; de derecho es muy posible que no lleguen a veinte, aunque en verano la población de hecho tal vez ande rondando el centenar.


La plaza de la iglesia, la del pilón redondo que hace años conocí, está ocupada por tractores, cosechadoras y otros voluminosos aparatos de labor. Es inútil empeñarse en sacar una fotografía del pórtico cubierto y de la airosa espadaña en conjunto. Las piedras sillar que dan forma al campanario presentan una tonalidad entre dorada y sanguina, como corresponde al material con el que la hicieron, la arenisca rodena tan frecuente en ésta y en otros comarcas de la Provincia. En una pequeña explanada, donde antes estuvo el horno, se alza una piedra tallada en forma de prisma con una inscripción entrañable: «A Joaquín Barahona, un buen alcalde. Los vecinos de La Barbolla. 1996» El detalle, qué duda cabe, honra a uno y a otros: al homenajeado a título póstumo, y al pueblo, que de manera tan patente ha querido manifestar así su agradecimiento; un ejercicio nada actual, precisamente en estos tiempos en los que la gratitud como tal es una virtud en baja. Pasan una temporada en el pueblo Micaela López y Margarita Vázquez. Las dos son maestras y las dos ejercen en sus ratos libres como artistas autodidactas, una en pintura y la otra en cerámica. Expusieron en Atienza a primeros de agosto, con gran éxito según he sabido después. La familia, a la que ambas pertenecen, tienen una casa grande en las orillas del pueblo, de cara a los campos llanos del Vadillo; una casona en la que se acomodan las diferentes ramas familiares y se reunen a comer y a trasnochar bajo un árbol frondoso en tiempo de vacaciones. Las dos, Margarita y Micaela, me enseñan parte de su obra que, efectivamente, es admirable. Micaela tiende por el bodegón y por las estampas rurales de algunos pueblos del contorno. Margarita maneja con maestría la cerámica artística en cualquiera de sus variedades. Con ellas, y con Amado Ortega, visitamos en su interior la iglesia del pueblo dedicada a la Cátedra de San Pedro.

-Que al mismo tiempo -me explican- es nuestro Patrón, con fiesta local el veintinueve de junio. Han cubierto con tarima el piso de la iglesia. Ha quedado mejor, más cómoda y menos gélida durante el invierno; pero se echan en falta aquellas tumbas, algunas con artísticos relieves, que quedaron escondidas por debajo de las maderas y que recuerdo haber visto en mi primer viaje. El retablo mayor, con una hermosa talla de San Pedro en la hornacina central, es una bella muestra del arte del siglo XVIII, con magníficos dorados, y de lo que en el pueblo se deben sentir orgullosos. Otros cuantos retablillos laterales completan el interés del pequeño templo. Desde la casa de Amado Ortega se deja ver a media distancia el pueblo de Imón, colgado sobre la ladera que asoma a las salinas. Imón, La Riba, Villacorza y Valdealmendras, son los que La Barbolla cuenta como vecinos. Por aquellos contornos corren las aguas del río Salado, que bajan desde Valdelcubo o quizás desde más lejos. Los altos del saliente corresponden a la Sierra de la Pila, una especie de preludio a Sierra Ministra que se hará presente algo más adelante, por tierras de Horna y de Bujarrabal en los límites geográficos con la provincia de Soria. La nota tierna, romántica, la pone el bien cuidado jardinillo de la señora Mari, aquí junto a nosotros, lindero con la vivienda de Amado y de Trini, donde las madreselvas, con sus flores blancas y amarillas, efímeras en el tiempo, pero delicadas en aroma al amanecer y a la caída de la tarde, se hacen por un momento dueñas de los sentidos. Aunque los campos de alrededor y a estas alturas, al parecer, prometen, pese a las bajas cotas del termómetro en los inviernos serranos, los pueblos se encuentran prácticamente desiertos. Casi todos ellos pertenecen como entidades anejas al ayuntamiento de Sigüenza, que hace de cabecera de municipio. No obstante, todos gozan de una marcada personalidad, de un carácter que les viene de siglos; pero que corren el riesgo de desapare­cer, al menos como núcleos urbanos, cuando los contados habitan­tes sobre los que todavía se apoya la vida municipal, vayan desapareciendo sin haber dejado un renuevo que los sustituya. Siglos de existencia que se hacen notar en los sólidos edificios de piedra bien dispuesta, en las costumbres y ritos festivos que convendría mantener a toda costa, aunque los vientos de la modernidad no soplen, precisamente, en dirección favorable.

(En la fotografía, jardín y sencillo monumento a Joaquín Barahona, el buen alcalde)

jueves, 24 de marzo de 2011

CENDEJAS: UNO, DOS Y TRES


Los Cendejas, efectivamente, son tres; los tres dentro de una superficie relativamente escasa al norte del Henares, a la altura de Matillas o de Villaseca para dar una idea. Son tres: Cendejas de la Torre, Cendejas de Enmedio, y Cendejas del Padrastro. El de la Torre, o simplemente La Torre, le llaman así por la del reloj seguramente, pues lo que es la parroquial en este caso no mucho se diferencia de las torres de lo demás pueblos; al del Padrastro, seguro que le apellidan de ese modo por encontrarse alzado sobre la colina que mira a un arroyo que en los mapas llaman del Prado de Rizales; y el de Enmedio, por estar situado entre los otros dos, casi a mitad de camino.
Son muy distintos uno de otro los tres Cendejas del valle del Henares en tierras de Jadraque. Si algo tienen en común, es precisamente esa chispa de originalidad que los distingue, y tal vez también la vocación por la altura que los iguala; pues, los tres son balcones magníficos sobre sus respectivas vegas, tapizadas todas ellas de un verde prometedor a estas alturas de la primavera.
Para recorrer en conjunto los tres Cendejas, se puede comenzar entrando desde Matillas, y buscando a la salida el santuario de Valbuena, o viceversa. En este viaje me incliné por la primera opción, colándome por Bujalaro y Matillas, para seguir después en un breve recorrido hasta la carretera de Soria, luego de haber hecho una breve parada en cada uno de ellos.
Desde el empalme, Cendejas de la Torre aparece extendido en la ladera mirando al Sol. La Torre es un pueblo en cuesta, un pueblo con cientos de ventanas orientadas al valle y con dos torres que destacan sobre el resto de los edificios: la torre del reloj y la de la iglesia. Al cruzar el empalme hay un coche de la Guardia Civil con dos números de la Benemérita ojo avizor. En los bajos de la Torre se ven una docena de viñas, o quizá más, de las que pudieron burlar en tan buena hora el azote de la filoxera y que sus dueños han preferido conservar y atender como es debido. La Torre es el más grande de los tres Cendejas; también, creo yo, el que goza de mayores atenciones y de mejores servicios. Lo dice el estupendo parque que hay junto al centro social, con balconaje de hierro como mirador, frontón de pelota, farola capitalina de cuatro brazos, y una fuente a mitad en cuyo frontis se dice que "Se construyó en 1907, siendo alcalde Pedro Molina y secretario Máximo Lacalle". Una escalinata nos sube hasta las puertas de la ermita de la Soledad. En Cendejas de la Torre la ermita de la Soledad, con modelo cabal a las dieciochescas de extramuros en tantos lugares, queda en medio del pueblo, a mitad de la cuesta; pues, hasta llegar al atrio de la iglesia todavía es preciso esforzarse un poquito más, subir y subir.
-Mucha cuesta; oiga, hasta llegar arriba.
-Sí señor; pero luego se baja bien.
A mitad de la calle del Reloj está la torre -la del Reloj, restaurada y antiquísima que tal vez prestará nombre al pueblo-, con su campanil de bronce para dar las horas y su gallo de hojalata en la veleta cortando los vientos. La portada de la iglesia es de sencilla línea renacentista, con arco, dos columnillas estriadas en altorrelieve, y una puerta de madera nueva. En el pequeño atrio hay un olmo muerto. Detras de la iglesia, ya en las afueras, se alcanzan a ver cascos de tinajas sacadas de las bodegas, o tinajas enteras tumbadas, con su panzota de arcilla soportando hoy el sol y mañana la lluvia.
Cendejas de Enmedio es de alguna manera el más sofisticado de los tres, el menos rural, el más parecido a un pueblo de recreo por su situación y por el aspecto general de muchas de sus viviendas. Apenas entrar hay un jardinillo romántico, con una fuente surtidor que desagua sobre un enorme pilón ovalado a la sombra de los pinos. Hoy no funciona la fuente; sí, en cambio, zumban las abejas entre el ramaje al amparo de la humedad. Dos niñas juegan con el chorrillo de una fuente contigua.
-Debe de ser bonito el surtidor cuando corre el agua.
-Sí; pero hoy no funciona. Sólo funciona cuando la enchufan.
La Plaza Mayor de Cendejas de Enmedio queda en la solana de la iglesia. Hay unos cuantos chavales jugando con una pelota sobre la pista. Siempre que pasé por aquí me llamaron la atención los textos escritos que aparecen sobre las piedras de sillería en el primer cuerpo de la torre: "Hizose año 1706. Costó 14.000 Rs", y poco más abajo, una a la derecha y otra a la izquierda, hay otras difíciles de leer a causa del desgaste; pero en las que se da cuenta de que "el día 1 de noviembre de 1765 tembló la tierra y de los edificios se cayeron algunas piedras", y que "en los meses de enero y febrero de 1713 se vio una estrella con un rabo de 6 baras". Todo ello con abreviaturas y otros recursos que lo hacen -cada día más- prácticamente ilegible.
El Bar Moreno está cerrado. La calle del Ultimo Camino concluye en la ermita de la Soledad y en el Cementerio. Los cipreses del camposanto sobresalen por encima del tapial. En Cendejas de Enmedio hay calles nominadas con carteletas ilustra­doras en las esquinas, casi todas ellas relacionadas con la Historia de España, con sus personajes y con sus batallas: calle de Isabel la Católica, calle de Lepanto, del 2 de mayo, de Daoíz y Velarde, de Méndez Núñez. Por la calle de Isabel la Católica cruza un tractor voluminoso, pintado de verde, con media tonelada de aperos colgando de su parte trasera.
Las casas del Padrastro se ven sobre un altillo, alineadas a todo lo largo. El Padrastro es el más pequeño de los tres Cendejas, también el más sencillo y el más entrañable. Tiene buenos campos en sus dos vegas Cendejas del Padrastro. Han reconstruido los de fuera muchas de sus casas, aunque todavía son bastantes las que al andar por los rincones se ven en estado de ruina, a la par que el cementerio, que bien merece se le preste atención de una vez por todas. Más arriba, hay una casa de corte curioso al fondo de una plazuela. Es una casa quijotesca, con pinturas sobre el muro de artista bisoño que representan a Don Quijote y a su escudero Sancho; un molino de viento subrealista se levanta por encima de la lomera de tejas; a la caída, la casa está almenada, con todo el aspecto de un viejo castillo en derrota. En la puerta se puede leer la palabra "Teodora", con letras mayúsculas de distinto tamaño y de diferente color.
-Será de alguna peña de jóvenes, supongo.
-No señor; es de un particular.
A poco más de un kilómetro de distancia desde las últimas casas, al otro lado de la carretera de Soria, está el viejo santuario de la Virgen de Valbuena; sede de importantes y nutridas romerías que, cuando los pueblos de la comarca rebosaban en número de habitantes y en empeño por vivir a tope los dictados de la devoción y de la costumbre, acudían cada año con sus cruces y enseres a rendir el debido tributo a la Madre de Dios cada mes de mayo. Un paraje de tierra gris e improductiva, de campos ondulantes, apto quizá para que liben los enjambres y gocen los cazadores en años de abundancia; donde una imagen de Nuestra Señora, salvada de los desmanes de la última guerra de forma milagrosa, y por lo que se ve sólo en fragmentos, bendice desde la hornacina de su blanco retablo los hogares, los campos y los espíritus de las buenas gentes de aquellos contornos.
Nadie pasa por aquí. Un rebaño hace sonar sus esquilas en la lejanía. Por el limpio azul de la mañana de abril, un milano dibuja círculos en el cielo.


(En la foto, Santuraio de la Virgen de Valbunea en Cendejas del Padrastro)

domingo, 20 de marzo de 2011

ILLANA EN EL CONO SUR


Illana es el más meridional de los cuatrocientos y más pueblos de la provincia de Guadalajara. Queda un poco solo, no despegado, por aquellas ondulaciones paniegas de la Alcarria Baja, recibiendo a menudo los vientos manchegos de la comarca de Tarancón, a la que el pueblo se encuentra ligado por lazos de vecindad y de costumbre. Sus pueblos más próximos son Leganiel y el caserío de Saceda-Trasierra, ambos en la provincia de Cuenca. Por la de Guadalajara son Driebes y Mazuecos los más cercanos. Lo uno y lo otro nos da idea del aspecto urbanístico y del carácter peculiar de sus setecientos habitantes que, por lo general, allí viven de continuo.
El término municipal de Illana, tal como se advierte en el mapa y consta en los papeles, es uno de los más extensos de la provincia (93,3 kilómetros cuadrados), si bien no todos, como cabe suponer, son hábiles para el cultivo agrícola, pues los tesos alcarreños de un gris poco generoso, hasta él llegan y ocupan porciones importantes de su término. El olivar, en los parajes menos afortunados, cubre un tanto el expediente paisajís­tico, y el económico también, de un pueblo agrícola por situa­ción, por vocación y por costumbre.
Ha cambiado mucho illana desde la última vez que anduve por allí, y que debió ser, sobre poco más o menos, durante la primavera del año 1980; lo suficiente como para que en esta última visita, todavía reciente, me haya resultado novedoso, casi desconocido, sobre todo en el aspecto estético de su Plaza Mayor, entonces pobretona y envejecida, con casas encaladas y sin lustre, con el típico arco del Puntío de un blanco patinado por la intemperie, y una fuente redonda con larga farola de cuatro brazos en mitad, junto a la que aparcaban los vehículos y hallaban sitio aparente casi a diario las camionetas de los vendedores ambulantes. Por entonces me contaron que el pueblo era rico, o por lo menos se desenvolvía con soltura, que rara era la familia que no contaba con un tractor para trabajar las tierras. Hoy resulta innecesaria aquella explicación, lo dicen con sola su presencia las calles, los establecimientos, y la mayor parte de las casas en las que la vive la gente.
- Sí, señor; todo eso es verdad, pero se echan de menos aquellos años tan felices de cuando la banda de música, y la alegría aquella de la gente joven, respetándolo todo y sin meterse con nadie.
- Hará mucho tiempo de eso.
- Pues sí que hace. Tendría yo veinte o veintidós años. Ahora voy a cumplir ochenta; así que, eche usted la cuenta.
El abuelo estaba tomando el poco de sol en la esquina de la plaza, de cara a la fuente redonda y al arco del Puntío que cae al otro lado, y a través del cual se llega al barrio de las Parras sin necesidad de abrir bocacalle.
La fuerza débil del sol de la tarde se difumina al instante, y en seguida comienza a llover de manera tonta sobre el pueblo, a complicar el propósito de verlo todo, de conocerlo todo, sin el inconveniente climatológico de una tarde cruda y lacrimosa que ha optado, muy en contra del querer de los hombres del campo, por convertir a España, incluídas las tierras de la Alcarria, en un lodazal. La solución: buscar refugio en uno de los tres o cuatro bares de la plaza, donde la gente se distrae viendo llover a través de los cristales.
- Y decían estos años de atrás que si la culpa de la sequía era el agujero en la capa del ozono -opina el camarero desde dentro del mostrador-; pues se conoce que le han puesto un buen parche, porque ojito con el invierno que llevamos.
Las losetas de la Plaza Mayor, en efecto, se han puesto resbaladizas y brillantes en un momento. Una señora con el niño en los brazos cruza la plaza bajo un paraguas. Cuando al cabo de un rato escampa, una pandilla de chavalotes encapuchados con prendas de abrigo me preguntan junto a la fuente si he subido a la torre alguna vez. Les respondo que no, y que la idea tampoco me atrae demasiado. Insisten ahora con que el pueblo es muy bonito desde el campanario, y que hay que subir muchas escaleras.
Al comparar las dos fotografías que poseo de la plaza de Illana, quince años por medio, tengo la impresión de que las piedras del pilón en la fuente central son las mismas, sólo que ahora con una disposición o una estructura más auténtica. Por entonces, las piedras que redondean el círculo del estanque estaban pintadas de blanco, y faltaba el monolito central que ahora tiene. En su lugar había un mástil altísimo, ramificado al final en cuatro brazos que servían de farolas.
He vuelto a ver la iglesia por dentro, aunque en sus motivos principales la recordaba hasta con detalles desde la otra ocasión en que me la enseñó don Alejo. Me sorprendió gratamente la primera vez que lo vi el magnífico retablo mayor que cubre el frontis del presbiterio, barroco y sin dorar, de madera vista, que es sobre todo lo demás la estrella del templo. Como centro común de devociones allí está en lugar preferente la imagen menuda de la Patrona, la Virgen del Socorro, cuya fiesta celebran el día 8 de septiembre; y como curiosidad, aparte de la escalina­ta de la torre de la que me habían hablado los chicos, hay en la sacristía una argolla de hierro forjado, con la que -según me dijeron- estuvo prisionero de los moros el general Navarro, en una de aquellas contiendas hispanoafricanas de primeros de siglo; y al verse libre y con vida, se hizo con ella y se la regaló a un amigo natural de Illana, quien a su vez la donó a la parroquia de su pueblo natal para que la conservasen, si no como pieza de museo, sí como memorial perpetuo de un suceso aislado, casi anónimo, de nuestra historia del siglo XX.
Desde las eras del Vadillo en lo alto del pueblo, ahora en el camino que sigue hasta el cementerio, embarrado y casi inaccesible, se ven los cientos de casas en su conjunto extendi­das a lo largo del barranco y en parte de la ladera de un cerruco gris. La Alcarria es por estas latitudes diferente, un tanto peculiar, más agrícola y ganadera que el resto de la comarca, menos afín al tomillo y al romero, menos áspera y sugerente quizás. La comarca manchega de Tarancón le coge a un paso.

miércoles, 9 de marzo de 2011

ARBETETA, UN ESCAPARATE EN EL ALTO TAJO



Dicen que hay alguna posibilidad de que Arbeteta haya existido desde el remoto tiempo de los Iberos, pero no hay, creo, ninguna prueba documental que lo evidencie. Arbeteta es uno de esos pueblos alejados de la Capital que, desde la primera vez que anduve por él, me atrajo especialmente. Hace sólo unos días me levanté decidido a volver por aquellos lejanos paraísos que avecinan al Alto Tajo. El viaje hasta Arbeteta es siempre un viaje de placer. Hay que pasar por el corazón mismo de la Alcarria, con sus campos ásperos y sus pueblos extendidos en la solana. Son muchas las sorpresas que esperan en aquel pueblo para quienes no lo conocen, y para quienes lo van a visitar muy de tarde en tarde. Por su variedad y sus contrastes, por sus monumentos únicos, por la tranquilidad en la que allí se vive durante un día cualquiera, de estos en los que el campo de la Alcarria se abre a los soles de marzo, Arbeteta es como un rincón privilegiado puesto para disfrutar.
Las grandes atracciones de Arbeteta, aun teniendo en cuenta su escasa entidad, son el castillo roquero que se alza sobre el barranco, y la legendaria veleta del Mambrú; pero además ofrece rincones magníficos, dentro y fuera del lugar, rincones originales, de antigüedad manifiesta, conservados como a propio intento para gentes soñadoras, para pintores y poetas. En la Plaza Mayor, que es una de las más completas y bellas de la Provincia, concurren lo viejo y lo nuevo sin romper la armonía del conjunto, siempre alrededor de una superficie comedida en la que tal vez desentone un poco dentro del conjunto general la fuente que tiene en medio, creo que fuera de todo gusto, pero que enaltecen los muchos detalles, viejos y nuevos, en viviendas de acertado remate, entre las que sobresale la Casa Consistorial y el original tejaroz en ángulo, que cubre una antigua ventana y un balcón, (toda una reliquia), y que marca la diferencia entre lo lejano y lo actual, entre el pasado y el presente, y que para mi uso considero un detalle importantísimo a conservar por lo mucho que tiene como testimonio vivo de otros tiempos, de aquel Arbeteta de pastores y campesinos que los más jóvenes desconocen y los más viejos añoran.

Por encima de la plaza, bien visible y girando de un lado para otro al menor soplo del viento, la nueva veleta sobre el chapitel metálico que cubre el campanario de la iglesia parroquial de San Nicolás de Bari.
Como en algunos pueblos más de aquella comarca, en Arbeteta son frecuentes la viviendas centenarias que tienen la entrada montada sobre piedras labradas en arco; se pueden encontrar en cualquier calle y en cualquier rincón. Portadas que delatan la alta condición social de sus antiguos moradores. A ese detalle bastante común se une la presencia de algunos escudo nobiliarios sobre las fachadas, como en la que fue vivienda del cartero o en la antigua casa-cuartel de la Guardia Civil. Pero nadie duda que el más impresionante espectáculo visual que el visitante puede descubrir en Arbeteta, es el que se advierte desde la que allí dicen la Cuesta de la Arena. Por debajo queda el barranco profundo del Arroyo, con sus huertecillos tapiados, siguiendo por ambas márgenes el curso del hocino, en el que la erosión ha ido dando forma a tremendos cabezos voladizos de piedra, sobre cuyo remate se levantan los muros del Castillo.
Otra visión de las que quedan marcadas en la memoria es la que se ofrece desde las eras. Se trata de un corte espectacular que en el pueblo conocen por Peña de la Puerta, donde la gente asegura que están labrados en la roca los pesebres en los que los Reyes Magos echan de comer a sus camellos y dromedarios en la media noche del cinco de enero, antes de ponerse a repartir juguetes por los pueblos de la Alcarria, por Guadalajara y por Madrid.

Los pocos vecinos que ahora son en el pueblo nos dirían que Arbeteta tiene historia, y las piedras de su castillo y los escudos que todavía van quedando nos lo dicen también. Su vivir en el pasado debió de seguir parejo durante varios siglos a los aconteceres históricos de la ciudad y de las tierras de Cuenca, a cuyo fuero otorgado por el rey Alfonso VIII de Castilla se debió acoger como parte integradora de su Común. Más tarde serían los Reyes Católicos quienes le concedieran por real privilegio la categoría de villa, título del que nada ni nadie le podrá desposeer.
Pero es el Castillo, no obstante, la verdadera enseña de identidad del pueblo al hablar de su pasado. Los muros aún en pie de la pequeña fortaleza se levantan sobre el peñasco en perfecta verticalidad, como si se tratase de la continuación natural de la roca por encima del precipicio, como si el Castillo hubiese sido levantado a la medida justa de la plataforma que lo habría de sostener, y que así debió de ser, sin duda. Por la única parte accesible, tuvo un foso profundo que lo hacía inexpugnable.
Es muy poco, casi nada, lo que se sabe acerca de su origen, de sus primeros señores, del momento preciso en el que se levantó. Tan sólo parece haber constancia de que los Reyes Católicos, según el Dr.Layna, por cédula fechada en Madrid el 18 de marzo de 1477, otorgaron a don Luis de la Cerda, quinto conde de Medinaceli, el título de duque, con varios términos y lugares, entre los que se encontraba la villa de Arbeteta con su fortaleza, como premio a los servicios prestados en su lucha contra los ejércitos de La Beltraneja. Es posible que del Archivo Ducal de Medinaceli se pudieran sacar más datos y más luz sobre el asunto, pero quien esto escribe no los posee, y piensa excederían en el contexto de este trabajo.

Por cuanto al “Mambrú”, la otra seña de identidad que tiene la villa, menos pegada a su historia pero más popular, se trata como antes se dijo de una veleta monumental que hasta el año 1985 en que fue destruida por el rayo en un día sin fortuna, se alzaba sobre el campanario barroco de la iglesia, y que fue repuesta tres años más tarde, siguiendo en lo posible el modelo del anterior, en un trabajo estupendo del artista de Alcolea Antonio García Perdices.
El nombre le viene dado en memoria del general inglés Malborough, que luchó en España cuando la Guerra de Sucesión, y que los niños cantaron al corro durante siglos. Representa aun granadero ondeando un banderín con su mano derecha. Existe una hermosa leyenda que habla de los amores habidos entre el Mambrú de Arbeteta y la Giralda de Escamilla, y que, ¡cosas del destino entre enamorados!, otro rayo acabó con ella, y fue sustituida así mismo por una de metal que en nada se le asemeja. El Mambrú, con sus giros sobre la esbelta torre, es quien recibe y quien despide a golpe de banderín a los que llegan y a los que salen del pueblo. Un detalle amable que siempre se recuerda.

A pesar de todo lo dicho, y de lo mucho más que sobre Arbeteta se podría decir acerca de sus alrededores, el pueblo carece de gente. El censo viene a ser algo así como la octava parte de lo que fue cuarenta o cincuenta años atrás. Un pueblo que, como tantos otros, debería contar con esa publicidad que le falta para que la gente lo conozca; con la publicidad turística tan deseable, a escala regional primero, y estatal después como consecuencia, precisamente ahora, cuando los españoles parece que hemos comenzado a interesarnos por la riqueza inmensa en monumentos, cultura, costumbres y gastronomía, que tienen por preciada herencia los pueblos de Castilla. Todo el Alto Tajo, con pueblos tan interesantes y tan saludables como el que hoy nos ocupa, deberían estar en nuestro punto de mira de un modo preferente a la hora de salir de casa, y decidirse por conocerlos, por gozar de ellos. Guadalajara se poblará en un futuro próximo de gentes nuevas, y deben saber que esta tierra es algo más que los polígonos industriales, que los grandes almacenes, que los sitios de diversión. Valga lo uno, pero también lo otro. Pienso en una inmensa casa rural, en un hotel-restaurante para estos lugares de sosiego en permanente contacto con lo natural que tanto necesitamos, descubriendo algo nuevo a cada paso y en cada viaje.

domingo, 6 de marzo de 2011

CAMPISÁBALOS EN EL PÁRAMO NORTE


«Hasta el can pisábalos». La frase, como para fijar a partir de ella en su origen el nombre del pueblo, carece de rigor topo­nímico suficiente, hasta el punto de que para muy poco nos podría servir en ese sentido; pero así recuerdo que me lo contó hace años un anciano erudito del lugar, asegurando como dogma de fe que en tiempos muy lejanos -siglos más bien, si es que por siglos se pudiera medir el tiempo de Maricasta­ña- se dio una batalla cruel por aquellos páramos, y que fueron tantos los muertos que no sólo el caballo y el caballe­ro pasaban por encima de los cadáveres, sino que "hasta el can pisábalos", y de ahí el nombre con el que este simpático lugar de la serra­nía atencina, a tiro de piedra de las tierras de Soria, ha llegado hasta nosotros.
Y puestos a referir anécdotas, de aquellas que se perde­rán con el tiempo irremisiblemente si antes nadie se preocupa de asentarlas sobre el papel escrito para que perduren, ahí va otra inocente historia que tiempo atrás alguien me contó en esta amplia y cuestuda plaza mayor de Campisábalos y que, por segunda vez después de algunos años, vuelvo a contar a nues­tros lectores.
Cuentan -o por lo menos así me lo contaron a mi- los más viejos del lugar, que siendo rey de las Españas Fernando VII, un ricachón de Campisábalos apostó con él que sus perros ses­teaban en una cama de mucho más valor que la del propio rey. La apuesta, con hombres de solvencia como testigos, quedó en pie. Se compararon las camas en las que dormía el rey y las que usaban para sestear los perros del potentado, y efectiva­mente, el adinerado del lugar ganó la apuesta; pues si bien las alcobas reales eran, como cabe suponer, extraordinariamen­te ricas, todavía eran de mucho más valor los diez mil vello­nes de lana de ovejas y carneros sobre los que pasaban la noche los perros del susodicho magnate. Eran otros tiempos, qué duda cabe; no obstante, la historia es muy posible que tenga algo de verdad; pues este límite entre las dos Casti­llas debió de ser una especie de tierra de promisión, a pesar de sus bajas temperaturas, en tiempos de la Mesta, cuando la lana llegaba a las ferias de toda Europa a precio de oro, y la trashumancia del ganado lanar durante el invierno a tierras más cálidas una manera de vivir para ricos y pobres: para acaparadores de fortuna, prestamistas y otras malas hierbas del pasado, y para los humildes servidores de aquellos que no tenían otra salida para sobrevivir y sacar adelante sus fami­lias.
Sí es cierto que El Empecinado, en sus muchas incursiones desde su Castilla natal a esta otra de las Alcarrias, asentó por estos recovecos serranos de Campisábalos y Somolinos repetidas veces, donde parece que el invasor francés no tenía entrada o, por lo menos, no la supo buscar. En cualquier caso, uno se encuentra hoy, urgido por la historia y la leyenda, en la plaza de este pueblecito simpar, diezmado en población de lo que fue antes, y teniendo frente a sí una de las muestras más admirables de nuestro arte medieval, que bien quisieran contar entre su patrimonio muchos pueblos y ciudades próspe­ros. Falta la presencia humana en éste como en tantos lugares más de su entorno geográfico en muchas leguas a la redonda, el latir del corazón del hombre se echa en falta, pero ahí queda, estirada sobre el muro de su iglesia de San Bartolomé, la impronta del pasado en una serie de altorrelieves esculpidos sobre la superficie de la piedra de finales del siglo XII, y que significa, cuando menos, una carta de saluta­ción valiosí­sima de nuestro pasado lejano. Y ahí está mirando al sol de la mañana, burladora de siglos, de guerras, de soles tórridos, de hielos e intemperies, para quienes deseen comprobar sobre documento de caliza el vivir diario de nuestros campesinos por aquellos tiempos en los que hacer frente a la vida en su humilde condición, debió de ser obra de excepcio­nal mérito.
No creo que sean muchos más de cincuenta los habitantes de Campisábalos en un día cualquiera que no coincida con el fin de semana. Cuando llegué a este pueblo por primera vez, y en él pasé por azares del destino la primera noche en la sierra, eran muchos más de esa cifra los niños que tenía en edad escolar. Campisába­los sufrió con saña el azote del éxodo en los años sesenta, lo que en nada afecta al encanto de su antigüedad, como podrá comprobar in situ quien venga a cono­cerlo.
Son las doce de la mañana. Don Elías, el párroco de ésta y de algunas más de las feligresías serranas, se dispone a celebrar misa en la capilla anexa a la iglesia local. La capilla se abre en una extraordinaria portada románica, herma­na gemela de la que tiene la iglesia bajo el atrio columnado y familiar no lejano de aquella otra que podríamos ver en Villacadima, a cuatro pasos de aquí, y que por su indudable merecimiento habremos visto tantas veces fotografiada en libros y revistas.
La capilla es pequeña: una nave con un presbiterio chi­quito y cinco o seis bancos de madera donde se sientan los fieles. Los capiteles sobre columnas que separan al presbite­rio de la pequeña nave, se adornan con figuras mitológicas en relieve casi irreconocibles. Dentro de un nicho abierto en la pared lateral, protegida por una reja secular de buena forja, hay una urna sepulcral con una lápida cuya larga inscripción sobre la piedra comienza así: "En esta capilla donde está la rexa de hierro está enterrado el caballero Sangalindo, y de la dicha capilla y ospital y vienes y rentas suyas son patronos la Justicia y Regimiento de la villa de Atienza..." Referida al insigne hidalgo del que hay constancia que empleó una buena parte de su hacienda en favor de los enfermos y menesterosos de aquella comarca.
Campisábalos no es pueblo para ser contado de palabra ni con el frío de la letra impresa sobre el papel de una guía turística o de un periódico, sino para ser visto. La transpa­rencia de la mañana a 1350 metros de altura sobre el nivel del mar, el color de la piedra, el silencio de sus calles, el balido lejano de un rebaño de ovejas, el rostro de la viejita que te mira al pasar desde el ventanuco de la puerta de su casa..., también es Campisábalos. Y a cuatro pasos más al norte la Sierra de Pela, la sierra por la que anduvo el Cid camino del destierro. Páginas desvaídas de la historia y del arte de Castilla expuestas al sol de junio en pleno páramo.

jueves, 3 de marzo de 2011

UN ALTO EN CÍVICA



«Cívica semeja una aldea tibetana o el decorado de una ópera de Wagner. El viajero no estuvo nunca en el Tíbet pero se imagina que sus aldeas deben ser así, solemnes, miserables, casi vacías, llenas de escaleras y balaustradas, colgadas de las rocas y también horadadas en la roca. Cívica fue del Císter de Villaviciosa y tuvo fábrica de papel, pero se quedó a ramal y media cuenta y hoy no le resta nada de cuanto tuvo, nada de nada ni de nadie, bueno le restan tres o cuatro habitantes, una cascada que canta al caer sobre el verde musgo, unas colmenas en la ladera y una paz reconfortadora y antigua meciéndole en su agonía». (C.J.C. “Nuevo viaje a la Alcarria”.)

Yo no hubiese escrito “ramal y media cuenta” como lo escribió don Camilo, sino “ramal y media manta” como creo que es, y como siempre oí decir en toda la longitud y anchura –que ancha es- la tierra de Castilla. Es lo de menos, lo de más es que todo un Premio Nobel dejase escrito en uno de sus libros ese manojo de líneas dedicado a este sitio de la Alcarria al que acabo de llegar en este preciso instante.
Cívica no es un lugar, ni un pueblo, ni una aldea. Cívica es un sitio, un misterio paisajístico colocado en este lugar preciso a la vera del Tajuña, donde la mano del hombre entró con el noble fin de acrecentar el embrujo con que le había regalado la Naturaleza. A Cívica no se va, se pasa al pie de sus llamativas formas, se mira, se piensa en su porqué si ha lugar, y se sigue adelante camino de Masegoso o de Brihuega, según el viaje que se lleve, en contra o a favor de las aguas del río.
He pasado por Cívica infinidad de veces. En algunas de ellas me detuve a mirar desde la carretera sus escondrijos, o a tirar una foto en la solana si llevaba preparativos, y otras veces, las más, pasé de largo dando vueltas a un asunto que todavía no he conseguido comprender: que el mundo está lleno de maravillas dentro de lo ordinario, maravillas que no somos capaces de descubrir porque se necesita una pequeña dosis de sensibilidad y de empeño para entrar en ellas, a lo que el hombre de hoy no parece dispuesto, y eso que se pierde. Aun con todas las deficiencias, y dentro del lamentable abandono en que se encuentra, Cívica, junto al camino y en el mismo corazón de la Alcarria, es una de esas pequeñas maravillas.
La de hoy es una mañana apetecible, de las pocas que el otoño acostumbra regalar una vez dejada atrás la fiesta de Todos los Santos. La gente lo ha entendido así. Brihuega, por ejemplo, está llena de visitantes que pasan la mañana del sábado mirando sus calles, sus jardines y sus monumentos. En el pequeño ensanchamiento que hay en Cívica junto a la carretera, se pueden contar aparcados en batería hasta media docena de coches. Los dueños de los coches son pescadores que prueban suerte abajo, en las aguas del Tajuña; las señoras de los pescadores pasean por el arcén con un gorro de periódico cubriéndose la cabeza; los niños de los pescadores suben y bajan por las escaleras de Cívica, se sientan en las balaustradas de cemento, se orinan en las cuevas, pese a que un letrero al que nadie hace caso, tiene escrito: “Propiedad particular, prohibida la entrada”. Una pareja de recién casados, con acento levantino, se retratan delante de las piedras.
- Somos de la provincia de Castellón, y venimos con el libro de Cela haciendo nuestro viaje a la Alcarria. Pero no habla de esto –dice sorprendida la mujer.
- En el primero de los viajes no habla de esto, pero en el segundo sí que pasó por aquí y le dedicó algún párrafo.
- Usted quiere decir del viaje que hizo con una choferesa negra ¿Verdad?
- Sí, claro, a ese me refiero. Al viaje que hizo con una choferesa negra y con mucha gente más.
- Claro, es que ese no lo hemos leído. Lo tendremos que leer.
Tengo entendido que la obra con la que tomó todo su misterio el sitio de Cívica, la mandó hacer un cura de Valderrebollo que se llamaba don Aurelio. Es lo poco que, sin entrar en demasiadas averiguaciones, se consigue saber cuando por aquellos pueblos se pregunta al primero que pasa. Lo que no deja de ser lamentable es que sus dueños, o las instituciones, o a quien competa, no se gasten allí un puñado de euros y lo limpien, y lo adecenten, y lo protejan, porque pensando en el turismo interior, como sabido es que últimamente parece que anda levantando el vuelo, el sitio sería algo digno de ver, por fuera y por dentro; y puestos a hilar fino, para crear al amparo de lo que hay hecho algún puesto de trabajo. El sitio, con la explanada que tiene en el nivel inferior al lado del río, sería un importante reclamo en ciertas temporadas tanto para los que somos de aquí como para los que vienen de lejos, aparte de apuntar un motivo más de interés en la larga lista que ya poseen en cualquiera de sus comarcas las tierras de Guadalajara.
Como antiguo poblado que fue por encima de las peñas, se sabe que mucho antes de los arreglos del cura don Aurelio, Cívica fue vendido en el siglo XV por sus dueños, Antón Díez y sus hijos don Ruy Gómez y doña Constanza, vecinos de Cifuentes, a los monjes Jerónimos del monasterio de San Blas de Villaviciosa por 14.000 maravedíes. Parece ser que los frailes instalaron allí una fábrica de papel que duró muy poco.
No he sabido hasta hoy que existía un pequeño bar en Cívica. Puede ser que cuando fui de paso no me diera cuenta, y las veces que paré lo hiciese con intención de ver tan sólo el juego de formas y el deseo de descubrir algo nuevo. El bar queda abajo, en la explanada que hay junto al río. Ocupa un edificio sencillo, construido con ese fin. Un mostrador de ladrillo, un pequeño estante con botellas, una cafetera, un fogón de leña para asar, dos o tres mesas con sus sillas correspondientes, una pintura sobre tema de pescadores, y una especie de tablón de anuncios donde hay papeles colgados con chinchetas, es lo que ahora recuerdo haber visto allí. Dentro del mostrador sirve un hombre de mediana edad que se llama Juan Antonio Carrasco Letón. Hasta hace poco tuvo para animar el servicio y complacer el capricho de algunos clientes, caballos para montar. Mientras me explica cosas, Juan Antonio atiende a la clientela.
- Pues sí, hombre. Cuando el tiempo va bueno abrimos el bar todos los días, y ahora sólo los fines de semana, y si día amanece con sol abrimos también.
- Qué clase de clientes suelen ser los habituales.
- Pescadores sobre todo. De los que pasan por la carretera, algunos suelen parar y toman algo. En verano, sobre todo por las tardes, la gente viene aposta.
- Vivirá usted en alguno de estos pueblos, supongo.
- Sí, yo vivo en Barriopedro.
Para quien esto escribe, Barriopedro es sinónimo de una vieja y buena amistad. De Barriopedro es el primer amigo que tuve en Guadalajara. Se llama Álvaro Mayoral. Por aquellos años –ya hace muchos-, siendo ya un hombre hecho y derecho, Álvaro comenzó los estudios yendo a clase hasta Guadalajara en bicicleta. Lo conocí en una pensión de la calle Museo, y después lo he visto muy de tarde en tarde.
- Pues yo también tengo amistad con él. Ahora se dedica a la fabricación de lavanda, un perfume muy fuerte que sacan del espliego. La botella esa verde que tengo ahí es de lavanda, y me la proporcionó él.
Y así, con todo lo visto y dicho dejamos Cívica por hoy. Las señoras de los pescadores siguen paseando con sus gorros de papel de periódico en la cabeza, y los niños gritan como condenados y se disparan tiros con una vara escondidos en los agujeros de las cuevas. El sonido ambiente, el eterno sonido de Cívica, lo pone la chorrera al caer que desagua en la cuneta.