lunes, 26 de marzo de 2012

Rutas turísticas: EL ALTO HENARES (I I I)


TIERRAS Y PUEBLOS DE SIGÜENZA

     Una breve escapada, por dos motivos bien concretos, se nos puede ocurrir una vez concluida la visita a Sigüenza. Se trata de acercarnos, si el tiempo del que se dispone y el medio de locomo­ción lo permiten, a los pueblecitos de Guijosa y de Cubillas, valle arriba, a mano derecha del Henares todavía infante y de la línea del ferrocarril; los dos vienen seguidos, muy próximos, uno a continuación del otro.


     Guijosa y Cubillas sufrieron en sus carnes muy seriamente los efectos de la despoblación. Los dos fueron incorporados en su día como lugares anejos al ayuntamiento de Sigüenza. Guijosa perteneció, según la Historia, al infante don Juan Manuel, y más tarde a los señores duques de Medinaceli. Tiene a la entrada poco más que el esqueleto de su viejo castillo que en el siglo XIV mandó levantar allí don Iñigo López Orozco. Quedan de él un fuerte torreón central, los muros almenados que cercan el recin­to, algún cubo sólido con garitones guardando las esquinas, y muy poco más. Varias casas y corralones del pueblo se pegan a los paredones malheridos del castillo.

     Cubillas, lugar perdido sobre una remota ladera que mira al valle, rinde al viajero que llega su testimonio de gratitud mostrándole la perla románica de su pequeña iglesia parroquial, con espadaña al poniente, y dos arquillos con parteluz por los que se cuela la claridad del día al sombrío pórtico por el que se accede al interior del templo. Es la gracia inesperada del pasa­do; el sedimento de los años y de los siglos cuyo final, si Dios no lo remedia, a quien esto dice se le antoja próximo.

     Pero volvamos a Sigüenza. Con la ciudad teñida de un indefi­nible color tierra detrás de nosotros, nos disponemos a estirar, ahora con dirección norte, la ruta viajera que nos proporciona el día.

     Siguiendo la carretera de Atienza nos sale al encuentro, muy pronto y a nuestra mano izquierda, el estrecho ramal que nos llevará de inmediato al amurallado lugar de Palazuelos, la Ávila Seguntina, recostado como fondo de una planicie de árboles, de huertos y de tierras de labor. Palazuelos, tanto para quienes ya lo conocen como para quienes no, es siempre un apetecible descu­brimiento. Palazuelos. No hay duda de que el nombre que ostenta le pudo venir de las pequeñas mansiones señoriales que tuvo en  sus horas álgidas.  Sin haber entrado aún en Palazuelos, todo nos hace pensar en un coso antiquísimo en el que habría mucho que proteger; sede de anónimos hidalgos castellanos, parejo tal vez en sus venturas y desventuras a la vecina Sigüenza. Se entra al caserío por tres puertas abiertas a distintas alturas de la muralla. La puerta por la que se accede a la plaza del pueblo se encuentra encajada entre dos torreones haciendo ángulo. El casti­llo ‑lo que todavía queda de él‑ es principio y remate del impo­nente cerco de piedras y de argamasa que faja al pueblo. Lo comenzó a construir en el siglo XV el Marqués de Santillana, el poeta, y concluyó las obras su propio hijo don Pedro Hurtado de Mendoza.

     Hoy viene a ser Palazuelos una nota amable y evocadora, pincelada bajomedieval perdida entre los huertos y los ásperos oterillos de breña que casi nadie conoce. Por las afueras, el pueblo gusta enseñar al caminante que sube hacia Carabias  la filigrana mínima de su ermita de la Soledad, perfecta, venerable, muda, solitaria...; para mí, la más representativa en su trazado de todas las ermitas pueblerinas de Guadalajara.


     Arriba, medio escondido en la misma ladera fragosa, está Carabias. Es preciso subir hasta Carabias. Aunque despoblado casi, en Carabias hay que admirar, sobre todo, el atrio porticado de su vieja iglesia. Una cenefa de arcadas, casi a ras de tierra, que puede muy bien rayar con las cotas más altas del arte románi­co popular, tan magníficamente representado en la comarca.

AHORA, POR CAMPOS DE SAL

     Puestos en camino, de nuevo en la misma carretera que había­mos dejado atrás para entrar en Palazuelos, marchamos sin pausa por estos frescos parajes norteños de la provincia, a fin de acceder de inmediato a las tierras de la sal. El milagro de la sal es por estos contornos tan antiguo como el mundo; si bien, su explotación sistemática y ordenada, es de origen claramente me­dieval: Santamera, La Olmeda, Imón, son los nombres más indicados a estas alturas para hablar de salinas. A Santamera le agracia, además, la maravilla de sus impresionantes risqueras sobre las que, ojo avizor, otea el buitre. Las salinas de La Olmeda y las de Imón, sorprenden al caminante en cada viaje  con la estampa pastosa del cloruro sódico a medio cuajar, en el fondo acris­talado de las albercas, donde a menudo faenan los expertos luga­reños, hasta tener a punto los blancos montones de sal gorda que, desde muy antiguo, les dieron carácter y fama. El arroyo común, el que acarrea envuelto entre sus aguas el, en otro tiempo tan codiciado producto, se llama Salado; el porqué no deja lugar a dudas.

     Queda la villa de Atienza no muy lejos de aquí. Con la silueta erguida de su castillo encima de la histórica peña, lo dejaremos en esta ocasión fuera de ruta; entre otras razones porque volveremos ahí, a la vieja Tithia, para tomarla en su día como estrella de otra correría viajera. Por la carretera de Soria vamos atravesando, algunos a cierta distancia, pueblecitos evoca­dores del pasado. En Cincovillas queda junto a nosotros al pasar una vetusta casona que fuera hace cien años importante mesón de arrieros trashumantes. Luego, surgirá a nuestra derecha, muy cerca del camino, un torreón en ruinas; se trata de la torre medieval que tuvo la iglesia del desaparecido lugar de Morenglos; el resto del templo, se llevó, piedra a piedra, en el siglo XVI, hasta la Plaza del Trigo de Atienza, aplicándose para la recons­trucción de la iglesia de San Juan. Sí que hay, a los pies del torreón de Morenglos, unas cuantas tumbas en diferente tamaño cavadas en la roca; algunas de ellas se adivina que sirvieron de enterramiento a niños de corta edad; cuando las visité la última vez, aún se veían en su interior huesos humanos.


     El pueblo de Alcolea de las Peñas está situado a mano dere­cha de la carretera. Desde Morenglos se llega en un instante. Alcolea es un pueblo sorprendente. La iglesia parroquial se ajusta al estilo gotico‑renacentista del siglo XV, con espadaña románica de época anterior y un garitón que recuerda la arquitec­tura civil de su tiempo. Pero lo más interesante es aquí, sin duda, lo que en el pueblo llaman "La Cárcel". Se trata de una legendaria prisión abierta en el interior de las peñas, con dos plantas, celdas de presos y pasillos sin otra salida que la del abismo. Uno sigue sin comprender el abandono a que se ve sometida y, desde luego, la falta de información que acerca de su existen­cia suelen tener las gentes que viven lejos de aquí. En el pue­blo, aseguran que fue ahuecada por los moros.

     La verdad es que, por estos andurriales de la Castilla en olvido nos hemos ido demasiado lejos. Estamos en Paredes de Sigüenza. A cuatro pasos el páramo soriano y los Altos de Baraho­na algo más allá del límite de provincia. Es un hermoso pueblo éste de Paredes. Sentenciado a muerte por la emigración, pero bonito. Muy cerca de las primeras casas persisten aún, después de veinte siglos, las piedras desgastadas de una importante vía romana, que después se ha utilizado como vereda de ganados. En Paredes hay viviendas antañonas con un visible toque señorial de hará un par de siglos; en muchas de ellas no vive nadie. A un kilómetro del pueblo, junto a la carretera de regreso, que no será la misma por la que llegamos a Paredes, sino la que sale de allí hacia Sigüenza por La Riba, existe un enorme balsón de agua estancada, muy profundo y de considerable extensión, casi como una plaza de toros. En Paredes lo conocen por "La Sima". Se trata en realidad de una torca, es decir, del hundimiento del terreno como consecuencia de las corrientes subterráneas de agua que pasan por aquel sitio. El día 7 de agosto de 1979, las gentes del pueblo vieron con estupor cómo las fauces de la tierra se iban tragando aquel trozo de rastrojo,  hasta desaparecer para nunca ser visto, en el fondo de las aguas; de unas aguas que jamás existieron.    


     Vamos a concluir la larga aventura por tierras del Alto Henares junto al castillo de La Riba de Santiuste. No sé cuando verás, amigo lector, o si lo harás alguna vez siquiera, este indescriptible espectáculo natural que a las últimas del día tengo delante de los ojos. Una llanura inmensa que las luces del ocaso han pintado de hirientes, de inmaculados ocres, con firla­chos sobre las laderas orientadas al sol de amarillo real, y campos rojizos enmarcados en singular desorden por lomas pardas, redondeadas, silenciosas, viejas, de la vecina sierra. Detrás, el cielo arrebolado sacude las últimas luces del día, arrastrando  por la llanura la sombra del castillo que se encresta encima de las peñas.

     Santiuste quiere decir San Justo, y fue a San Justo a quien se dedicó la tal fortaleza en la antigüedad. En el siglo XII fue donado por los reyes castellanos al obispado de Sigüenza. Luego, con el correr de los años y de los siglos, se convirtió durante largas temporadas en el toma y daca entre la corona real y la mitra seguntina. Pasó definitivamente a ser posesión de los obispos, quienes hubieron de verlo arrasado en 1811, bajo el pie demoledor de las tropas francesas. Algo parece que le asistió la mano del restaurador durante los últimos años, a expensas, claro está, de su último dueño. Su recortada estampa a contraluz, en el frío atardecer de la sierra, es una visión paradisíaca de las que difícilmente se olvidan. La sombra de Santiuste acaba al fin por apoderarse de los campos, de los tesos, de la carretera... En las esquinas de La Riba han comenzado a alumbrar las bombillas. Cerró la noche.

(Las fotos corresponden a los lugares de Palazuelos, Carabias, Imón y Riba de Santiuste)

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