martes, 11 de septiembre de 2012

Rutas turísticas: LOS PUEBLOS NEGROS (II)


      
     Volvamos  atrás y partamos de nuevo del empalme de  caminos que  hay  junto a la ermita de Los Enebrales en  las  afueras  de Tamajón. Ahora reanudamos la marcha en dirección Norte,  buscando los pies del Ocejón por la cara del saliente: Almiruete, Palanca­res y Valverde de los Arroyos, son los tres primeros pueblos con los  que nos habremos de encontrar. El paisaje en nada  desmerece del que nos fue siguiendo a lo largo de la primera ruta. En esta ocasión, tal vez andemos más cerca de las cimas de las montañas; también nos sobrecogen todavía más las laderas violentas  y  los fondos perdidos de los barrancos.
     Almiruete aparece escalonado en la solana, un poco a tras­mano. El pueblo es pequeño como todos los de la comarca, frecuen­tado  por  cazadores y por veraneantes, también como todos los demás.  Quienes conocen los usos y costumbres de los pueblos  de Guadalajara, saben muy bien que en Almiruete salen "los botargas y las mascaritas" a la calle el martes de Carnaval, ataviados con extraña vestimenta blanca y sonando con estrépito los  cencerros que  rodean su cintura. Un curioso espectáculo, de profunda  raíz en el tiempo y digno de verse.
     Palancares  se empieza a divisar a distancia, allá  lejos, como  una mancha clara al otro lado del soberbio barranco que  ha de  bordear  la  carretera por la que  andamos. El pueblo de Palancares  está casi vacío. La espadaña de su  pequeña  iglesia habla de un tiempo no lejano en el que hubo vida. El tronco muer­to de la olma en el centro de la plaza nos cuenta sabidas histo­rias de abandono y de desolación, un amargo espectáculo al  que, queramos o no, hemos de acostumbrarnos cuantos vivimos por estas tierras. La fuente pública de la carretera, ajena a los éxodos  y a  los  devaneos demográficos o de tipo social  que  imponen  los nuevos tiempos, sigue chorreando abundante y fresca desde 1924 en que la construyeron.
    
      Vamos a entrar en Valverde de los Arroyos. Lo  hacemos conscientes  de  que llegamos a un pueblo sonoro y  de  notorios atractivos, aparte, claro está, del paisaje, que una vez allí se hace  más sublime con la cumbre del Ocejón como vecina. Antes  de llegar, las aguas de los arroyos saludan al que viaja dibujando pequeñas  torronteras espumosas por ambos lados del camino. Unas cabras  carean en la pradera sonando sus esquilas al  tiempo  que comen.  En la solana, se retuestan al sol paciente de la sierra las colmenas pobladas. Valverde lo tenemos aquí, ocre  y  plomo, alineando  unas  junto a otras las viviendas que adornan  por  su entorno  las  ramas del frutal. En Valverde  la  fruta  autóctona tiene un sabor distinto. Cuando los valverdeños de fuera se di­spusieron a poner  en orden las viviendas que heredaron de sus antepasados, tuvieron muy en cuenta la circunstancia singular del pueblo, y se metieron en obras procurando no romper para nada  el estilo obligado al que atenerse y que les viene marcando la pro­pia  serranía. Aquí la Plaza Mayor, junto a la que se  yergue  el fornido campanario de la parroquia; más arriba "la Era", donde el vecindario en pleno trillaba sus cosechas, y hoy tienen lugar los actos  multitudinarios  en los que participa el pueblo; aún  más lejos la imponente e impetuosa chorrera de Despeñalagua, un paseo obligado y nunca perdido, en donde se goza del estruendo y de  la gratificante visión de un arroyo que se suicida, descomponiéndose en  finísima  niebla  al  estrellarse  contra  las  peñas.   Les recomiendo, sin pasión pero con interés, un viaje a Valverde en la festividad de la Octava del Corpus si quieren gozar del colo­rido y de la luz de su folklore, o en cualquier otra ocasión  si lo que prefieren es vivir la agreste paz de sus alrededores y su ambiente peculiar de paraíso serrano. Piérdanse alguna  vez  por Valverde, merece la pena.

     Desde Valverde tenemos paso directo y fácil hasta Umbrale­jo, con un bello paisaje al caminar, por cierto. Umbralejo es  el pueblo  que compró el Estado hace más de una década, y que ahora se emplea para acoger muchachos de acampada o de convivencia. Sin salirse  del material al uso, es decir, de la piedra de  pizarra, el pueblo ha sido restaurado de pies a cabeza,  quitándole  una gran parte de su antiguo encanto rural.
     Ahora, por carretera en deficiente estado se llega hasta La Huerce,  cabecera de municipio, un histórico de los pequeños lugares de aquella serranía. Ya no vive casi nadie en La Huerce. Uno  piensa ‑y las razones a la vista están‑, que a la Huerce  le han arañado el regusto de aquella bucólica aldehuela que  conoció hace  dos docenas de años. Desde la carretera, el  pueblo  mezcla las casas de pizarra color grafito con otras que no lo son, dando como resultado un pastiche que anda muy lejos de  corresponderse con  los cánones de la estética peculiar de la sierra.  Se  habrá ganado en comodidad, ciertamente, pero se ha perdido en otro tipo de  intereses, también estimables, que impone la costumbre y el entorno. Siguen gozando, no obstante, de todo el  parabién  de quienes  por allí van, los regatos cantarines que corren junto  a las trochas y que la gente emplea para regar los huertos.
     En  Valdepinillos, anejo a La Huerce y tan despoblado  como él, las contadas viviendas que se recuestan en la ladera  mirando al  sol, tienen, por lo menos, la gran virtud de lo  genuino.  Si alguien desea estudiar con meticulosidad los pormenores del hábi­tat en los Pueblos Negros, yo le recomiendo que acuda a Valdepi­nillos. Aún son frecuentes allí los balcones voladizos de  pali­troques  en algunas de sus fachadas; las coberturas  de  pesadas planchas de pizarra que ni las lluvias torrenciales ni los  vien­tos huracanados son capaces de mover; los hornos de cocer adosa­dos a las viviendas, dibujando como un curioso tambor de panza angular o redonda; los regatillos que descienden, pueblo abajo, siguiendo a trechos la dirección de las  calles; los balidos lastimeros del chivo lechal que llama desde la oscuridad  de  la taina a su madre errante; la palabra amable, en fin, de la vieji­ta  encorvada  que llega hasta ti con timidez y, como  mucho,  te pregunta si vienes de la capital o si compras corderos. Sobre el pueblo  y  sobre la gente del pueblo la espadaña  de  la  iglesia levantada con lajas negras y con cal blanca; dentro de la iglesia aguardan,  montadas  en su humilde andaje, las  imágenes  de  San Antonio y de Santa Bárbara, esperando que suene de nuevo el cam­panillo el día de la Función; sobre el pueblo, sobre la  espadaña de la iglesia, sobre las humildes imágenes de los santos protec­tores de Valdepinillos, alerta siempre hacia los lugarejos de la sierra ‑una sierra, ¡Vaya por Dios!, en la que no hay  niños  ni gañanes  que  retocen  por el campo‑ la  mirada  escrutadora  del Ocejón desde sus 2.058 metros de altura.
     Otra  posible  escapada desde Umbralejo, sin  salirse  para nada  de  la comarca, sería llegarse hasta la cima del  Alto Rey pasando por La Nava, Arroyo de Fraguas, El Ordial y Aldeanueva de Atienza.  Un paseo más para gozar en la paz de los montes de los mil  y  un encantos que, al menos en los meses de estío y  por aquellos lugares, proporciona la altura. Verdaderamente, por aquí no se puede buscar otra cosa que la caricia de la Naturaleza. Los pueblos, ya se sabe, heridos de muerte desde que vino la emigra­ción,  y  algunos de ellos acusando la  penuria  del  deterioro. Pienso que el día, más o menos lejano, en que estos  pueblecitos de la Sierra del Ocejón vayan desapareciendo del mapa, a Guadala­jara le faltará algo vital, precioso e irreparable. A fe que nada desearía más que equivocarme, pero, también en estos  menesteres, y muy a pesar nuestro, el tiempo será testigo.


     El Santo Alto Rey de la Majestad es la montaña sagrada. Las gentes  de todos estos pueblos en varias leguas a la redonda  la nombran con respeto, casi con veneración. Sobre su cima, a más de 1850 metros de altura y en pedestal de roca, se conserva la  pe­queña ermita en la que se da culto, por lo menos una vez al  año, al Santo Alto Rey y a Santa María Reina de los Angeles, presentes allí con  sendas imágenes de cemento gris en la oscuridad del modesto santuario.
     El  Alto Rey es uno de los miradores más privilegiados  que hay en esta provincia de vistas incomparables. El espejo del  día refleja  desde allí con absoluta nitidez por el poniente los ce­rros pardales de Cantalojas, de Galve, las crestas  oscuras  de Somosierra  todavía  más lejos, y entre una finta de pinar y de blancales  calinos el campo de los Condemios y  de  Campisábalos, con  otro  mito de la orografía serrana como fondo:  el  Pico  de Grado.  Al  norte y al saliente todo el  rosario  de  pueblecitos menudos que conforman, cada cual en su lugar preciso, la Serranía de Atienza: Albendiego, en su vallejo de álamos; Somolinos,  allá en  la  limpia vaguada en la que nace el  Bornova,  amparado  por cerros  de buena talla; Ujados, la aldehuela de Ujados más  allá; Miedes la señorial, disuelta como una mancha ocre al pie mismo de la paramera por la que anduvo El Cid; Atienza todavía más  lejos, con  su  castillo roquero de eterno bogar por  salvaguarda,  como muestra de la propia eternidad de Castilla. Y al mediodía el gozo indefinible de los pueblecitos que asientan a pie de montaña: Bustares,  el de las tiernas praderas de robledillo suelto  y  un poco  de  tierra de labor; Las Navas, El  Ordial,  Gascueña, los reflejos lejanos del Pantano de Pálmaces, y más aún hasta perder­se de vista, los campos de media Guadalajara dibujando un inmenso tapiz de tonalidades pardas y frías. Por un instante, a uno se le ocurre  pensar en aquellos caballeros Templarios que  por  estas peñas  cimeras debieron pasear hace ocho siglos, y en los  cantos de maitines, a esas del alba, de los Canónigos Regulares de  San Agustín,  guerreros  también,  que  a  temporadas  y  cuando  la climatología serrana lo aconsejaba, solían  alzarse  por  aquí desde  Santa Coloma buscando el sosiego y la paz de las  alturas. Todo en apariencia sigue lo mismo, acaso hayan sido los  hombres por  estos lares los únicos que han cambiado desde el corazón  de la Edad Media. 

(En las fotos aparecen: Panorámica de Valverde de los Arroyos y el Pico Ocejón; Desfile de botargas en Almiruete; Un aspecto de la cima del Alto Rey) 

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