sábado, 28 de abril de 2012

Rutas turísticas: POR TIERRAS DEL JARAMA Y LA CAMPIÑA ( I )


     La  Campiña del Henares, o simplemente La Campiña, es la comarca  menos extensa y más poblada, en proporción, de toda la provincia de Guadalajara. La excelente condición de sus  tierras de labor por una parte, y la bonanza de la climatología por otra, tienen la culpa. Para las gentes campesinas de más allá o de  más acá, que no gozan de los suscritos privilegios, tan  directamente implicados en el devenir agrícola del medio rural, la Campiña del Henares es, sobre todas las cosas, la comarca triguera por anto­nomasia,  una tierra rica y de mejor porvenir que las  demás. La razón, que posiblemente la hay, es más lógica que real, por  lo que bueno sería, llegado el caso, ajustar algunos matices.
     De lo que no hay duda es de que la comarca campiñesa, den­tro  del variopinto mantel de la provincia de Guadalajara, es  la tierra de la luz y de los equilibrios estables, la de los esplén­didos horizontes y los atardeceres limpios, en los que el  mismo sol  se  siente ruboroso en cada atardecida, y la  luna  tiñe  de plata todo lo que mira, como así se asegura en la fantástica historia de Alfanhuí, gestada por estas latitudes. Tierras  de lucido  cristal sobre campos de sudor, vigilada de lejos  durante ciertas temporadas del año por los firlachos de nieve que  cuel­gan de las sierras del norte. Uno, harto de pasear la Campiña  en cualquiera de los doce meses del año ‑perdona, amigo lector‑ no sabe definirla de otra manera.

     Los ambientes capitalinos se nos han ido quedando otra  vez atrás.  Pasado  el cauce, tantas veces guijarroso  y  seco,  del arroyo Torote, parece un contrasentido que en campos de mies, de oterillos baldíos y de olivar, aparentemente tan poco recomenda­bles para el asueto como éstos que ahora pisamos, se encuentre el foco de recreo más importante que por el momento conoce la  pro­vincia,  sin contar algún otro inmediato a la capital: me  estoy refiriendo a la urbanización que dicen "Parque de las dos Casti­llas".  Henos desde aquí a punto de entrar, en buena hora, a la villa de El Casar, al oeste de las tierras de Guadalajara, ya  en el  límite de las otras vecinas de Madrid. A la caída del  pueblo bajan mansas, por aquella otra parte, las aguas del Jarama, cor­tando en su mitad una vega fecunda.

     El Casar es un pueblo con raíz y corazón  latidores, un pueblo vivo. Cada 2 de febrero celebran en El Casar una fiesta la mar de original, atrevida, en la que, con aquello de la  costum­bre, se sacan a relucir públicamente desde el balcón del ayunta­miento, los defectos más sonoros  del  prójimo ‑exagerándolos, naturalmente‑, aun contando con los aludidos entre el auditorio. Eso  sí, siempre en verso. A la tal fiesta la llaman La Carta  de Candelas. Costumbre valiosa que cuenta, además, con una serie  de actos  religiosos  y callejeros de gran  interés.  Insólito,  así mismo, en este lugar de la Campiña, es el Calvario del siglo  XVI que tienen en las afueras, y que por su situación sirve de mira­dor sobre las vegas del Jarama. se trata de un recinto de ladri­llo, cerrado y enrejado, pero descubierto a los antojos de la climatología. tres imágenes componen el Calvario: la de Cristo en la Cruz y la de los dos ladrones del Gólgota, uno a su derecha  y otro a su izquierda. El correr de los siglos no ha hecho demasia­da  huella  en las imágenes de piedra, si  bien,  les  favoreció mucho  una reciente restauración. Según consta escrito  sobre  la cruz de Cristo, se levantó en el año 1648, a costa y  pago  del bachiller Diego López, canónigo de Santa María  de  Arvas  y presbítero de la villa de El Casar. Refugio  incomparable de sosiegos  ante la grandeza simpar del Valle del Jarama, mientras nos  van refrescando la piel lentamente, imperceptiblemente,  los vientos norteños de la Cebollera y de Somosierra.

     Cerca  de El Casar asienta, en el fondo de un  vallejo,  el lugar de Valdenuño Fernández, más conocido por su fiesta anual del Niño Perdido, que con extraordinaria algarabía celebra  desde  tiempo inmemorial el domingo siguiente a la festividad de Reyes. Durante la fiesta del Niño Perdido sale a la calle "la botarga", vestida con  un  traje irrisorio de colores chillones, cosido a  base  de remiendos  para  provocar la burla. El rostro de  la  botarga  va cubierto con una careta diablesca, muy propia para asustar a  los chiquillos que corren por delante guardando las distancias,  in­sultándole, y burlándose de ella con dichos como éste:

               Botarga la larga,
               la castañoleta,
               se mata los piojos
               con una escopeta

     El sujeto en cuestión que encarna la botarga, protagonista con los ocho danzantes y con el tamboril de la jornada festiva de Valdenuño, sacude al publico con unas pesadas  castañuelas, ha­ciéndolas sonar sobre la espalda de sus víctimas, o con la ca­chiporra de madera que lleva en la otra mano.

            En El Cubillo de Uceda hay una iglesia parroquial artísti­camente valiosa. La iglesia de El Cubillo conserva del primitivo templo que fue el ábside románico‑mudéjar de principios del siglo XIII, montado a base de ladrillo  adoptando rigurosamente, en la triple serie de ventanales cegados, las formas arquitectónicas de su tiempo. Todo lo demás en la excepcional iglesia de El Cubi­llo es obra del XVI ‑lo deja claro la fecha grabada que hay sobre el  dintel de uno de los ventanales que mira hacia el  mediodía‑, incluida la portada plateresca de escuela castellana que tiene al poniente, en la que aparece, ocupando la hornacina del  tímpano, una talla representado a San Miguel sobre relieves platerescos en el arquitrabe y friso que hay a sus pies. El porche, sobre  altas columnas  renacentistas, aporta un cierto señorío a  este  bello templo de la Campiña.
     Tierras  llanas, carreteras limpias, campos de arada, nos acercan en dirección noroeste a la villa de Uceda. El término municipal  de Uceda raya al poniente con la provincia de  Madrid. De  hecho,  todas las tierras bajas que se  vislumbran  desde el mirador de la Varga (Torremocha, Patones, Torrelaguna) al otro lado del cauce del Jarama, pertenecen a la Comunidad de Madrid.
     Los  retazos históricos de un reconocido interés, así  como las leyendas en torno a la villa de Uceda, hacen de éste un pue­blo  francamente  interesante. Se sabe que el rey Fernando I de Castilla en el año 1060, y Alfonso VI en el 1085, la  recuperaron del  poder musulmán, concediéndole un fuero propio como  cabecera de  un  extenso alfoz que ocupaba la mitad de la Campiña.  En  el  año  de  1575 fue vendida por el rey Felipe II al  caballero  don Diego Mejía de Avila y Ovando, a quien nombró conde de Uceda,  si bien,  los vecinos consiguieron su rescate y exención como  villa independiente dieciocho años más tarde. En su alcázar moruno, del que  apenas hoy si queda el recuerdo, estuvieron prisioneros  por diferentes motivos el Cardenal Cisneros y el Duque de Alba.


     Aún queda en la villa para dar mérito a su pasado el magní­fico ábside tardorrománico de la vieja iglesia de la Virgen de la Varga,  y la portada, con ocho archivoltas apuntadas que da  paso al  cementerio que ocupa sus ruinas. Es obra de la primera  mitad del siglo XIII, alzada a buen seguro por orden de los  arzobispos de Toledo, a la sazón señores de Uceda.
      Resulta impresionante por sus enormes proporciones la  ac­tual parroquia en pleno casco urbano. Lo mismo que la anterior en ruinas a la que nos acabamos de referir, está dedicada a la Vir­gen  de  la Varga. Las obras hasta su final, que  debieron  durar como poco un par de siglos, concluyeron en el año 1800, por di­sposición del Cardenal Lorenzana, a instancias de su cura  propio don Joaquín Alonso Carrera, según se lee en una lápida  que  hay sobre  el  muro del atrio. Cuenta esta iglesia de Uceda  con  una estupenda cruz procesional de plata repujada, hecha en los talle­res toledanos de un orfebre apellidado Abanda, allá por el  siglo XVI. Hasta el año 1835 tuvo el pueblo un convento de padres Fran­ciscanos del que nada queda.
     Para los habitantes de Uceda y de los lugares próximos,  es de fe que en tierras de su término  nació y vivió Santa María  de la  Cabeza, esposa de San Isidro Labrador el patrón de Madrid,  a la que tienen como copatrona y benefactora de la villa.

(En las fotografías: El Calvario de El Casar, el ábside románico de la iglesia de El Cubillo. y la antigua iglesia de la Virgen de la Varga en Uceda)